El vestíbulo del Palazzo Uguccioni.

Por Alejandra Naughton Alejandra Naughton @alenaughton

Siempre llegué a Florencia en tren. Como la estación está cerca del centro, camino arrastrando valijas. Esta vez fue hasta el Palazzo Uguccioni, frente a la Plaza de la Signoría. Esa caminata permite ir adentrándose a la ciudad en un circuito que nos pone cara a cara con Santa María del Fiori. Si hasta allí todavía tengo dudas acerca de dónde estoy, su imponencia las despeja.

Recuerdo la sorpresa al llegar al domicilio indicado. Su puerta era enorme. Tan gigante que para verla completa había que ganar perspectiva tomando distancia de ella. Buscamos la cerradura en la madera centenaria, la misma que delataba una puerta de tamaño más normal, recortada en la original pensada más para el ingreso de carruajes que para almas caminantes. Fue la más pequeña la que nos abrió el paso. 

Cruzamos en diagonal su gran patio, abrimos la puerta del diminuto ascensor (forzado aparato en ese lugar detenido en el tiempo), y subimos para finalmente acceder a nuestro piso. Más precisamente, a nuestro vestíbulo al cual también convergían las escaleras que no subimos. Desde allí, un tramo subía, y el otro bajaba. Antes de identificar nuestra puerta, nos inundó un aroma que todavía hoy busco. Rojo. Raro identificar un aroma con un color pero así fue… mezcla de frutos rojos, y rojo Chianti. Venia de un jarrón enorme de vidrio transparente ubicado en el extremo del tramo de la escalera que seguía subiendo.  Contenía aceites esenciales que se dejaban ver espesos, vibrantes, aterciopelados y… rojos de la Toscana, como sus techos. Panzón en la base, estilizado en su cuello alto sostenían los enormes sticks que absorbían el aceite y amorosamente perfumaban el lugar. Digo enormes porque medían mínimo cincuenta centímetros. Yo nunca había visto sticks tan grandes.

Opuesto a las escaleras y cerrando el rectángulo que formaba con las puertas estaba la ventana que dejaba entrar la luz desde el patio. Apenas entraba en el ambiente se topaba con otro jarrón que, en este caso, sostenía flores silvestres, que como debe ser, eran todas distintas, coloridas, libres.

Las paredes parecían recién pintadas, dibujaban el ritmo sostenido de las escaleras al subir y bajar. Ocres más oscuros protegían los tramos desde el piso más expuestos al roce de ajetreados pies y bultos, ocres más claros hacían rebotar los rallos de luz iluminando aún más el ambiente. Esa sensación de pulcritud dejaba emerger intacto el aroma que desprendían los sticks, ese que nunca más encontré.

Los sticks aromáticos rojos y las flores silvestres, al igual que unos minutos antes la fenomenal catedral, dejaban en evidencia que estábamos en la tierra pródiga, donde los clásicos renacieron, donde el arte se ha cultivado por siglos en cada esquina. Sabíamos que Florencia alberga museos renombrados, algunos al aire libre, obras que no nos cansaríamos de mirar, puertas que alguna vez se dijo debieron pertenecer al paraíso y una cúpula imposible de construir. También sabíamos que la ciudad atesora otro vestíbulo y otra escalera de mármol que por la combinación de escalones rectos y curvos y engaños a los ojos por efecto de su amplitud constituyen la perfecta antesala imaginada por Miguel Ángel para el ingreso a la Biblioteca Laurenciana. Todo invitaba a abrir la puerta, dejar la valija y volver a salir. Ya!

Sin embargo, ese olor rojo nos hizo sentir que allí, en ese pequeño vestíbulo, en ese momento pausado en mi recuerdo, teníamos todo lo que podíamos anhelar. Todo. Aunque a poco metros nos estuviera esperando erguido en su fuente, el dios Neptuno y a unas cuadras el mismísimo David dispuesto a vencer a Goliat. 

Pd. Ilustra el post un local de Powerscourt Townhouse Centre en Dublin donde creí reencontrar, años después el aroma. Dicen mi amiga Elena Morettini y su amiga Anto, italianísimas ambas, que el aroma "é della Santa María Novella, ricetta del 1600".