La literatura ha sido siempre un medio eficaz para mostrar las emociones silenciadas, para dar voz a los invisibles, para reinventar, si hace falta, la Historia oficial que se ha propagado. En ocasiones, el estilo con el que se hace alcanza un esplendor que va más allá de la finalidad didáctica y convierte el libro mismo en un prodigio estético, como hizo la escritora francesa Michèle Desbordes (1940-2006) en El vestido azul(2004), una obra sobre la escultora Camille Claudel (1864-1943), más conocida por ser la amante de su maestro, Auguste Rodin (1840-1917), y la hermana del poeta Paul Claudel (1868-1955). Sí, una gran mujer relegada a la sombra de un hombre. Otra más. Con el morbo añadido del trastorno mental, de la reclusión en un manicomio los últimos treinta años de su vida. Ingredientes que hicieron de ella, en los relatos posteriores, un mito romántico de locura más que una artista destacada. La Historia no ha sido justa con Camille Claudel, y Desbordes se pone en su lugar para darle palabras nuevas.Desbordes no novela la vida de la artista en forma de un relato histórico o social al uso, no pretende concienciar (al menos no de manera evidente, ni como objetivo principal) acerca de lo menospreciada que estuvo la protagonista. No, ella no renuncia a hacer literatura, literatura de la buena, exigente y sin concesiones. El vestido azul es más bien un retrato de interiores, un viaje por el alma de una mujer desde sus momentos álgidos como escultora y amante hasta su caída, sola, olvidada, carcomida. El libro comienza con una escena de Camille sentada, esperando a su hermano Paul; una imagen, la de una mujer a la espera, expectante, ilusionada, tremendamente simbólica. En la novela se suceden las evocaciones de este tipo, como reminiscencias. No hay una «trama» como tal, sino que su fuerza está en la exploración intimista, sutil y etérea como una ensoñación. El motivo de la espera se repetirá: más que en la relación con Rodin, la autora se inspira en los hermanos, en los altibajos en sus afectos a medida que el estado de salud de ella empeora. Es un acierto ir más allá de lo acostumbrado, fijarse, no solo en la Camille del taller, dueña de sí misma, sino en la Camille vulnerable que espera la visita de su hermano cuando ya no le queda otra cosa que esperar.
Michèle Desbordes
El estilo de Desbordes, de un lirismo exuberante y delicado, es de los que hacen difícil explicar «de qué va» (perdón por la simpleza) un libro. Hablar del contenido por sí solo equivale a no decir nada. Forma, forma y forma. El envoltorio aporta la singularidad, el sello del autor. El de Desbordes, muy francés, tiene una textura poética que se funde con las luces y las sombras de la protagonista, pinta degradados tenues, nada de colores estridentes ni líneas demasiado rectas. Imagina el fluir de la conciencia de Camille Claudel con una sensibilidad (que no sensiblería) extraordinaria y un gran respeto por el personaje. La creación. El amor. La fraternidad. La pérdida. La incomprensión. El descenso a los infiernos. Todo ello, con la Francia de finales del siglo XIX y principios del XX como telón de fondo, un mundo ya extinguido. Desbordes firma una obra primorosa y bella, un petit bijou.