-No se que pienses tú, pero no voy a volver a la universidad. No. Quiero viajar un poco. Culminó la frase sabiendo que eso sí movería algo en el interior de él. Su padre era muy estricto en esas cosas.
Entonces, esperó la respuesta; esperó el sacudón de ira que marcaría el comienzo de otra riña. Incluso esperó con ansiedad que eso sucediera, ya que no estaba sintiéndose cómoda ante aquella bizarra situación. Sin embargo, las alarmas no chillaron, los volcanes no estallaron, la iracunda lava de reproches no barrió con sus replicas. Nada. Se quedó allí, pensativa y envuelta por el silencio... que pegajoso se había tornado el aire a su alrededor!. Ahora lo notaba. Claro!. Los vidrios del vehículo estaban cerrados, dejándolos a ambos presos de una atmósfera abrasadora, asfixiante, casi tenebrosa. Pero, qué podía hacer ella al respecto?. No mucho, en realidad. Salvo de tratar de alivianar la tensión reinante con una conversación gratificante, fresca y algo infantil. Siempre era así. A ella le gustaba dejarse llevar por comentarios tontos y sin sentido. Era su naturaleza; ese rasgo lo había heredado de él. Eran exactamente iguales. El tiempo pasaba y nada parecía cambiar. Todo continuaba exactamente igual al momento en en cual iniciaron el viaje. El, con las manos al volante, el rostro serio, los ojos fijos en el camino y el cuerpo presto a manipular el vehículo con eficacia. Y ella, con su vestido azul de verano, apenas cubriéndole las rodillas, con el cuerpo atenazado y la mente arrebatada de ideas y planes para el futuro. Todo continuaba igual, y no cambiaría... al menos hasta que el viaje llegara a su fin. Ahí si que podría soltar amarras y darle un giro a la situación. Entonces optó por no intentar más hablar –volviendo a sus plácidos recuerdos de niñez-, y dejarlo conducir en paz. El vehículo se detuvo frente a las oxidadas rejas y el conductor bajó. La llovizna lo recibió, abrazándolo y sumiéndolo en esa ya acostumbrada sensación de fetidez que siempre lo acompañaba en su trabajo. A lo largo de los años el corazón se le había endurecido y ya no solventaba con su propia amargura el dolor ajeno. Así debía comportarse: correcto, servil, sumiso y expectante. Solo que esta vez, las cosas eran distintas. Esta vez, el dolor sí era propio... El conductor del auto fúnebre estaba sepultando a su hija.
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