El viaje

Por Cayetano
Imagen libre de Pixabay

Este relato es en buena parte una mezcla de otros dos que en su día publiqué en este blog. Uno hablaba de un sueño de la infancia. El otro, de los sueños de adolescencia. Hoy fundí las dos edades, los dos relatos, hasta llegar a ese tiempo en el que todo forma parte de un mismo baúl: el de la memoria.

Recuerdo como si fuera ayer aquella noche en que soñé que viajaba en un barco.

Era una nave artillada, antigua, de esas que llevan los piratas en las películas de aventuras.

Y al barco aquel le crujían las cuadernas por causa del oleaje.

Y se balanceaba sobre el mar bravío.

¿O era acaso mi cama la que, empujada por las olas, se mecía de un lado para el otro?

Yo tendría nueve o diez años y estaba con el embozo de la sábana hasta la nariz, dejándome caer en el vacío, gracias al poder narcótico del sueño, cuando todo sobrevino: la cama comenzó primero a mecerse como una cuna, levemente, cabeceando sobre un mar, el de los sueños, ligeramente ondulado, de la proa hasta la popa; y, luego, de babor a estribor. Más tarde, el movimiento aumentó, se hizo más pronunciado, casi violento, como si me adentrara en un mar tempestuoso. El barco subía y bajaba en medio de aquella galerna como si estuviera en una montaña rusa. Paralelamente,la habitación se fue despojando de techo y paredes. El viento agitaba mi lecho en medio de la negrura del temporal. Y, sin embargo, logró aguantar milagrosamente sin tan siquiera deshacerse. La cama era fortín y refugio. Allí me parapeté yo, abrigado con la sábana hasta los ojos, y logré transitar el proceloso mar de las pesadillas nocturnas. Hasta que por fin amaneció.

El caso es que aquella escena de ensueño se me quedó grabada desde la infancia como esas películas que te aprendes de memoria porque las viste infinidad de veces. Desde entonces, el mundo de la navegación pasó a formar parte importante de mi existencia. No me perdía ninguna película ni ninguna novela que tratara del mar y de sus travesías. Amaba a Julio Verne y a Emilio Salgari. Veinte mil leguas de viaje submarino se encontraba entre mis obras favoritas.

Luego pasó el tiempo. Llegó la juventud y mi estancia de dos años en París, donde abracé el mundo de la bohemia, entre canciones de Jacques Brel y Moustaki y tugurios en los que el humo de los cigarrillos era el verdadero protagonista. Estábamos empeñados entonces en arreglar el mundo, o en descubrir la playa —siempre el mar— bajo los adoquines. Más tarde me hice adulto y, tiempo después, ya sin quererlo, me convertí en una persona mayor. Me gustaba ir a menudo a la playa y meter mis pies en el agua. Y pasarme así las horas muertas. Y soñar como cuando era niño. Y después, al atardecer, volver a la ciudad.

Y, ahora ya, tras las últimas olas, asomándome finalmente al acantilado, veo el mar. Y a lo lejos, una embarcación. Para un crío de diez años, como el que fui en su día, sería sin duda la nave del Capitán Garfio capitaneada felizmente por Peter Pan, que viene a por mí para llevarme a la tierra de Nunca Jamás; para el joven bohemio que también fui, se trataría del bateau mouche que me invita a un paseo nostálgico por el Sena; pero como ya voy teniendo una edad, debe tratarse de Caronte buscándome.

Y yo, que gasté las monedas para el viaje, ¿cómo pago ahora al barquero?