En este último mes creo que he batido uno de mis records de trabajo en medio de una situación de mucho estrés. Ha salido a relucir el entrenamiento que me dieron en Francia y, recordándolo, he sonreído. Cuántos nos burlábamos los españoles de los investigadores alemanes que nos ofrecían sus truquillos para resistir 12 horas de trabajo en la Biblioteca Nacional estudiando a San Agustín. Nada de cafeína, se echaban una siesta sobre los manuscritos, disimuladamente, cinco o diez minutos. Ahora pienso en ellos, cuando me quedo adormecida hacia el folio 117 de los 184 que tengo que corregir. Es el cansancio, no que les falte interés.
Pienso mucho en mis maestros y sus caras de escepticismo cuando les decía, yo tan contenta y orgullosa de mí misma, que había estudiado ocho horas. Para ellos era normal. Y, aún más, cuando vivían una situación personal difícil y parecían imperturbables. Ese es mi mejor recuerdo: la cara de mi querido profesor arqueando las cejas que agrandaban sus ojos azules como dos ventanas abiertas al océano y su expresión de «qué tendrán que ver las churras con las merinas», o, dicho de otro modo, «qué tendrá que ver que esté triste con no trabajar». Imposible explicarles cómo los latinos por un mal día dejamos lo que estemos haciendo y, por un problema serio, estamos sin estudiar medio año. Al pasar los años, lo que más presente tengo de todos ellos son estas anécdotas que reflejan una responsabilidad extrema ante la tarea que debían desempeñar ese día, esa hora y que, como la anterior y la siguiente, había que intentar que saliera perfecta. Echo mucho de menos ese universo de perfeccionismo acervado y de personas irritadas si no rendían al máximo. Siento una nostalgia irreparable de aquel mundo sin excusas, donde se trabajaba todos los días negociando o dominando los estados de ánimo y sin aprovechar la mínima circunstancia para escaquearse (verbo que, por cierto, no tiene traducción en francés). Así que en este mes de trabajo intenso, he vuelto a hacer una reverencia a aquellos años y personas, siempre presentes en mi vida, por haberme inculcado un sentido de la disciplina que me sale a relucir en los momentos de adversidad.También de ellos aprendí una verdad inmensa, a saber buscar las soluciones en uno mismo y a encontrar una luz cuando todo parece confabularse para que no haya más que caos alrededor. En la educación francesa existe algo como el concepto de «faro», que viene a ser la simplificación de lo complejo, tal y como lo vemos en los minuciosos cuadernos de Alfred Cortot cuando explica cómo resolver una dificultad de las obras de en Chopin, Mendelssohn o Liszt reduciendo el pasaje a sus estructuras más sencillas. Hace muchísimos años que no necesitaba utilizar estas enseñanzas tanto como en este mes y, por suerte, no las había olvidado. Al recogerme en mí misma para encontrar respuestas, han surgido y venido a mí por sí solas. Mientras intento avanzar al mejor ritmo posible en nuestro Proyecto I + D sobre recepción de ópera francesa e italiana en España, me lanzó al agua en una actividad que me inspira pero desconozco y resuelvo miles de gestiones inesperadas, me surge la posibilidad de hacer real uno de los grandes sueños de mi vida. La palabra que lo resume produce en mí el mismo efecto que aquello de «Levántate y anda» que Jesús le dijo a Lázaro. Beagle