El viaje, después del cansancio

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Este es el relato de Adriana Sánchez, una viajera venezolana que estuvo en Nepal cuando ocurrió el terremoto en abril de 2015. Su viaje comenzó mucho antes de ese momento y aún continúa. Eso es lo que viene a contar aquí.

04 de noviembre, 2015.

Tengo siete meses sin escribir. Quizá debería comenzar contándoles que tenía 54 años el día que decidí dejar mi país. Soy venezolana, viví en República Dominicana un año y allí me mantuve dando clases de yoga y haciendo micros turísticos para una emisora de radio que nunca me pagó. Eso ya importa poco.

Un día cualquiera, desperté con ganas de seguir viajando. Ya había acumulado varios viajes: a Roraima, Camino de Santiago, Finisterre, Muxia y diversas excursiones de montaña tanto en Caracas como en la Isla de Margarita, en Venezuela. Hice algunos viajes por el mundo. Casada, conocí Orlando, Miami, Cancún, Curazao, Trinidad y Tobago y hago referencia al “casada” porque para ese momento viajaba sin ninguna intención de escribir. Viví en Caracas toda mi vida y cuando me divorcié a los 41 años fui a vivir a la Isla de Margarita, mi musa irremplazable. Allá me quite el maquillaje, los tacones y recomencé. Aprendí a hacer yoga, empecé a escribir y trabajaba con turismo. El resto está escrito en la primera línea de este párrafo. ¿Cuál es la gran diferencia de ahora con aquellos momentos? Pues que en esos recorridos tenía un campamento base, siempre me esperaba mi casa en Venezuela. Ahora no. Me fui, aun sin encontrar donde establecerme.

La muerte de mi ex marido marcó mi vida. Hago contacto con lo imperecedero de forma violenta. ¿Cómo te vas a morir, vale? ¿Tú estas loco? Veo mi edad y no me lo creo. Ya soy abuela y de dos. Más razones para vivir, pero el tiempo pasa. Venezuela se me presenta inaccesible. Me deprimo, me vuelvo loca y en pro de mi supervivencia me convenzo de que ¡quiero vivir! Entonces decidí que quería viajar por el mundo y por eso me fui a Nepal; allí me esperaba el Annapurna Himalaya, una montaña de ensueño que me hacía dudar noche tras noche si la podía conquistar.

Vista del pico del Annapurna desde el hostal donde dormí el primer día de trekking

Casi llegando al campamento base del Annapurna

Coronando el campamento base

Desde el comienzo del viaje quedé sobrecogida con el entorno nepalí: las cremaciones, los ritos de devoción, los rostros. La mente de nosotros los occidentales se expande cuando los visitas por primera vez. Me sentía radiante, me tomaba selfies con los lugareños en Katmandú, (aunque me chocan los selfies) estaba maravillada con la gastronomía, con los precios de todo; no me cansaba de caminar entre cuencos, mantras y costumbres nepalíes. Ni qué decir de los lagos de Pokhara, los monumentos y los parajes del trekking que emprendí al campamento base del macizo Annapurna. Todo, absolutamente todo, me tenía deslumbrada. No descansaba.

Los primeros días, recorrí todo lo que pude en Katmandú e iba relatado fragmentos de la experiencia que vivía, en medio de los cursos de yoga que tomaba en la tierra de Buda. “Nepal agita mi alma con violencia, me anima a vivir en la ‘verdad’, me obliga a creer ciegamente ¡Yo soy! ¡Tú eres! ¡Él es!… ¿La vida terrenal? Sirve para dar amor incondicionalmente y, de una vez por todas, hacer contacto con tu yo superior”, escribí en una oportunidad, convencida de que todos somos Dios. Nepal fue un cambio absoluto de todo mi interior, no fue solo una escala más en un viaje que me había propuesto hacer por el mundo.

El sábado 25 de abril, quince días después de haber llegado a Nepal, estaba descansando por la larga excursión de montaña que había hecho. Sin embargo, amanecí con ganas de salir de Pokhara de inmediato. Por eso, no dudé en tomar el primer autobús a Katmandú, que está a una distancia de poco más de 200 kilómetros. El terremoto, de 7.8 en la escala de Ritcher, ocurrió mientras íbamos en la carretera. Fue desgarrador el vuelo de las palomas en ese instante. Entre gritos, la gente corrió y la tierra se estremeció. Krisna jugaba y esta vez jugaba a la destrucción. El viaje, a pesar del temblor devastador, continuó hasta su destino y cinco horas de autobús, se convirtieron en doce para llegar a Katmandú. Los lugares que había apreciado en la ida habían quedado tan destruidos como la propia capital nepalí, a la que no pude reconocer aunque el chofer nos avisó que habíamos llegado.

Vista del lago Phewa, en Pokhara

Tienda de especias en Katmandú

Cuando todo ocurrió, en Venezuela era de madrugada y en Australia, mediodía. Mis hijos Avryl y Alejandro viven, respectivamente, en estos países y desconocían lo que había sucedido. Una de mis mejores amigas llamó a mi hija para preguntarle qué sabía de mi viaje. “Hace como cuatro horas hubo un terremoto y quería saber si tenías noticias de tu mama”. La primera reacción de Avryl fue colocar en Google las palabras “terremoto en Nepal” y comunicarse con Alejandro. “Las imágenes los hicieron temblar desde la médula, pararse de la cama a caminar o, más bien, flotar, porque me cuentan que no sentían las piernas. No sabían qué hacer”.

Avryl no podía rezar. Estaba rodeada por la angustia, igual que Alejandro que solo pensaba que a tan poco tiempo de la muerte de su padre, perdería también a su mamá. Avryl cuenta que empezó a ver todas la imágenes a ver si, por casualidad, me veía en alguna de ellas. Pronto concientizó el daño que se estaba haciendo y decidió no seguir mirando las noticias.  Minutos después, informó por Facebook la situación y pidió ayuda en caso de que alguien supiera cómo contactarme. Docenas de amigos le respondieron en menos de una hora y a las nueve de la mañana, hora de Venezuela, recibió noticias mías. Pude enviarle un mensaje por Facebook que decía:

“No hay electricidad. Esto es un desastre total. Estoy bien. Guardaré lo que me queda de pila para comunicarme. Estoy llegando al hotel Himalaya Yoga en Thamel, Katmandú. En manos de Dios. ¡Te amo!”

A Avryl le volvió el alma al cuerpo, llamó a Ale para contarle la noticia y lamentó profundamente que no todas las personas afectadas por la tragedia pudieran sentir ese “alivio”. Gritaba y saltaba emocionada al leer aquellas palabras, pero la comunicación se cortó nuevamente luego de aquellas líneas breves. Mientras tanto, mis hijos rezaban con fervor al ver las nuevas y fuertes réplicas del sismo, miraban su teléfono constantemente a la espera de una llamada o un nuevo mensaje; en el ínterin yo trataba de superar la tragedia a solas. 

Dormí en la calle, soporte frío y aguaceros, escuchaba el llanto de los niños ajenos y viví tanto la solidaridad como el desprecio y egoísmo de los seres humanos.  Todo era como “un film de terror” del que intentaba salir mientras lamentaba que los lugareños tuviesen que vivirlo como su realidad. Hasta ese jueves, más de seis mil personas habían muerto, mientras que otras trece mil estaban heridas. La ONU había asegurado que los números seguirían en ascenso, mientras miles de personas más intentábamos salir desde su pequeño aeropuerto.

Como hace ya un tiempo descubrí que la palabra libera, tres días después conté en una carta lo que viví. La titulé “Humilde homenaje a la tierra del despertar”. Aquí, uno de los párrafos:

“Esta ‘valiente’ que saca su cámara ante cualquier situación, no pudo fotografiar la tristeza, no pudo fotografiar el dolor ni la desolación de quien ve su casa y su familia bajo escombros (…) Los lugares que hasta hace tres días hacían que mi alma vibrara, lugares que eran Patrimonio de la Humanidad, se llenaron de silencio”.

Nepal vivía una situación apocalíptica en la que no quería participar. Fueron días de intentar hacer contacto con mi ser, minuto a minuto, tratando de entender que no soy mis pensamientos, ni mis emociones, ni mi cuerpo. Pedía, a grito interno, que apareciera “la verdad”, que mi espíritu se dejara ver. Fueron días aleccionadores. Allí estaba todo lo que sostenía el alma de un nepalí. El Om Mani Padme Hum ya no se escuchaba en Nepal, no se escuchaban cornetas, no se escuchaba nada.

Esta viajera pudo llegar al aeropuerto y allí intente cambiar el pasaje para huir del horror después de cinco días. No llevaba efectivo para pagar la diferencia del ticket de avión y cuando por fin logré encontrar un vuelo, los cajeros electrónicos tampoco funcionaban. Un hombre, un desconocido, vio lo que pasaba y me dio el dinero sin pedir nada a cambio. También me dio dinero para comer en lo que llegara a mi nuevo destino. Fue así como pude ir hacia Bangladesh, India; dormir dos días en el aeropuerto y llegar a una escala que no tenía prevista hasta dos semanas después: Tailandia. Llegué con muy mal aspecto y la gente no se imaginaba de dónde venía. Entonces, fuera de todo contexto, me metieron presa. No tenía visa.

Bendecida por los Sadhus en Pashupatinath Temple, en Katmandú (un Sadhu es un monje que sigue el camino de la penitencia y la austeridad para obtener la iluminación)

En Bangkok, capital de Tailandia, poco importaba mi historia. Casi nadie hablaba inglés y me querían deportar a Venezuela o enviarme de vuelta a Nepal, pero la embajada de Venezuela en Malasia me rescató. Una vez más mis hijos movieron cielo y tierra para ayudarme. Alejandro me envió el dinero que necesitaba ya que la cárcel en Bangkok “hay que pagarla” y cada día duplican el precio de lo que llaman “Detention Room”. El dinero me llegó tres días después porque fue enviado erróneamente a Singapur y al recibirlo, debía pagar tres veces más. Mi hijo me envió más dinero y así fue que pude continuar mi viaje.

Malasia no estaba en el plan. Yo debía estar en España haciendo mi último examen para obtener el certificado de profesora de yoga, pero en ese momento poco importaba todo. Es en Malasia donde me recibe la embajada venezolana como si se tratase de un familiar. La sede diplomática de Venezuela en la India también se mostró solidaria ante la angustia. En ambas embajadas se alegraron cuando supieron que debían borrar mi nombre de la lista de desaparecidos. Mi agradecimiento a todo el personal es y será eterno. Esta emoción aún no cabe en mi pecho.

La vida me ha enseñado que siempre debo ver lo bello de cualquier situación, cualquiera. Las calles de Katmandú se convirtieron en la experiencia de una insuperable dimensión humana. Palpar la destrucción de la materia y mirar tristeza por donde pasas no es fácil. No soy otra después de esta experiencia, o quizá sí. Dejaré que la vida hable cuando pase el cansancio.

Tenía siete meses sin escribir y hoy he comenzado de nuevo.

Adriana Sánchez se encuentra actualmente en Australia, siguiendo su viaje por el mundo. Pueden buscarla en Instagram y Twitter como @recorridopor aunque no actualiza con regularidad. Está muy concentrada en vivir. 

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