El viajero de la semana en soloparaviajeros.pe

Por Pablosolorzano

Recuerdo que cuando era estudiante de turismo esperaba con devoción la publicación de cada uno de los números de la excelente revista VIAJEROS la cual era siempre una garantía de seriedad, ética y compromiso con la cultura y la conservación de la naturaleza, cosas que sabía trasmitir en crónicas que no dejaban de rezumar espontaneidad y pasión por el movimiento y los viajes. Añadido a ello que las fotos eran extraordinarias y las firmas de la gente que allí escribía eran, y aún son, conocidas en el Perú por su solvencia y por su entusiasmo por el acto de viajar.

Sin querer hace muy poco tiempo vi en un quiosco en el centro de Santander, donde vivo, un ejemplar de la revista ALTAIR (de la editorial del mismo nombre y del cual también me considero amante empedernido por la excelente colección de viajes que tiene) el cual dedicaba el número entero al Perú y entre la gente que había escrito estaba Guillermo Reaño, director de la revista peruana VIAJEROS, que como he dicho compraba con verdadero fanatismo, además de viajero y activista por la naturaleza. Para mí era como volver a tener esa magia de la revista de la que era fan pero ahora en España y también era un modo de aplacar la nostalgia al leer algo sobre mi país.
Escribí a Guillermo para felicitarle y desde entonces nos hemos estado enviando algunos cuantos emails y él me propuso usar algunos de los escritos de este blog para publicarlos en la página web de la revista. Para mí era como si Messi me haya pedido que salga al campo para jugar un partidito de fútbol. Así que después del estupor acepté la propuesta. Desde entonces algunas entradas de este blog han sido publicadas en soloparaviajeros.pe y espero que vengan muchas más y que la amistad a la distancia crezca. Por ahora me han dado el honor de ser el “viajero de lasemana”, cosa que agradezco y que es un honor porque recibo ese título como antes lo recibieron viajeros muy importantes y conocidos,  gente a la que verdaderamente admiro.  Publico lo que escribí porque siempre es saludable un poquito de marketing personal  =)   pero sobre todo para compartir mi “filosofía de viaje”, espero que les guste.

Mamá tuvo la culpa. Fue ella quien quizás sin proponérselo me abrió las puertas de la inconformidad y ya diré por qué. Yo no sé si la adicción por la carretera y el movimiento se heredan pero si es así entonces yo no tenía otra opción. Hijo como soy de migrantes andinos, con una madre que dejó atrás su infancia ayacuchana y que luego de subirse a la tolva de un camión y al viejo vagón de un tren puso pie en Desamparados y de un padre que cruzó las cordilleras ancashinas para plantar el germen de sus sueños en el cemento limeño, era inevitable que el hablar de viajar, moverse, irse, siempre tuviera una especie de encanto para mí, un nexo inquebrantable con el mismo acto de vivir.

Como muchos viajeros ese deseo de conocer otros lugares se formó en mí cuando era niño. Esperaba con ansias las vacaciones porque sabía que Mamá me iba a llevar a Ayacucho a visitar a los parientes. Y eso que los viajes no eran una maravilla, por decirlo de alguna manera. Teníamos que rogar que el único conductor de uno de los pocos buses que había no parpadease nunca en las 16 horas de viaje -hoy el viaje se hace en 9 horas- por territorios baldíos, alturas inimaginables y carreteras que ni siquiera merecían ese nombre. Pero la naturaleza no era el único escollo, también lo era el hombre. Era la época del miedo: los militares, los ronderos o los terroristas detenían el bus y luego de preguntas, arengas, pedidos de colaboración y demás nos dejaban ir. Algo estaba pasando en ese otro país que estaba más allá de los arenales limeños y yo lo estaba viendo.
En Ayacucho conocí lo más luminoso y lo más oscuro que como país tenemos. Entre las noticias de desaparecidos y de cuerpos encontrados en el fondo de los abismos, de bombas y balaceras, del abuso y del miedo que todo lo parecía corroer también me maravillé viendo trabajar a los eximios artesanos de Quinua, también fui feliz escuchando a los primos entonar la poesía del huayno y aluciné mirando esos inmensos retablos y fachadas de las maravillosas iglesias huamanguinas. Regresar a Lima era traer mil recuerdos pero también insatisfacción. En la capital parecía que las cosas iban por otro camino, que nadie tenía interés por lo que pasaba más allá de esa muralla de niebla que limitaba la ciudad cada invierno. Yo solo quería volver a salir, tomar la mochila de nuevo y moverme.
Vivíamos en Comas, un distrito peculiar y donde había muchos problemas, algunos parecidos a los que había en Ayacucho: miedo, violencia, balaceras, cochebombas, fogatas encendidas en las laderas de los cerros representando la hoz y el martillo. Pero faltaba la belleza y la poesía que sobraba en los andes. Entonces, queriendo escapar de esa realidad agobiante me refugiaba en libros de viaje o de historia, en mapas, en fotografías, compraba viejas revistas de viajes en la calle Camaná del centro de Lima y me ponía a viajar mentalmente. Desde entonces he sabido que un viajero es un ser insatisfecho, un inconformista, un curioso insaciable. Un ser humano al que la vida, donde sea que le toque vivirla, le parece insuficiente, incompleta. Ahí nace el deseo de quebrar ese sentir tan desesperante y de huir a esa realidad alternativa y satisfactoria que es viajar.
Desde entonces todos los actos y decisiones de mi vida han tenido que ver con los viajes: mis estudios en Cenfotur que me dejaron conocer con más profundidad el Perú; mi trabajo en Explorandes que me permitió viajar haciendo el mejor trabajo del mundo: guía de turismo; la amistad que me prodigaban personas maravillosas que me cobijaban en sus casas en distintas partes de Sudamérica; los deseos de vivir y crecer que me llevaron a vivir en Argentina, en Inglaterra y ahora en España; y claro, el amor. Viajando conocí a mi esposa Pilar, otra víctima de esa adicción viajera y desde entonces nunca he encontrado compañía más perfecta. Juntos hemos  ido en busca de los murales andinos de las iglesias de la sierra limeña; nos hemos hechizado viendo colibríes en Leymebamba o las ropas de las mujeres lamistas en el Santa Rosa Raymi; tuvimos que subirnos en tolvas de camión para salir de Levanto o de Huancaya y hasta dormimos en el piso de un bar en un pueblo entre Pucallpa y Aguaytía debido a un paro cocalero y todo eso lo hemos disfrutado tanto como callejear en los laberintos de la City londinense o de algún pueblo medieval español o en escuchando un concierto en la iglesia de San Pedro y de San Pablo de Cracovia… y como buenos soñadores que somos ya nos imaginamos tomando el transmongoliano y bajando hasta el sudeste asiático siempre azuzados por la curiosidad de saber lo que guarda este mundo.
Mis amigos piensan que soy millonario por haber viajado mucho. Debo reconocer que soy un afortunado pero que dinero es lo que menos poseo y de haber esperado tenerlo quizás seguiría sin salir de Lima. Cuando uno quiere llevar a cabo sus sueños de viaje pone su vida en función de ese anhelo y nada lo detiene, ni siquiera algo tan efímero como el dinero. No hay ningún sitio a donde tus pies no te puedan llevar, no hay ningún trabajo que tus manos no puedan hacer. Nadie se ha muerto por comer solo pan con jamón y agua por días con tal de estirar la estadía en un lugar. Solo necesitamos ganas y menos pretextos. Todo empieza con un acto: decir me voy. Afuera el mundo espera por nosotros. 
Corto el rollo. Con los viajes me pasa como con los libros. Hay tan poca vida y tanto por leer… hay tan poca vida y tantos lugares por conocer. Pero eso no debería paralizarnos. Yo creo que el viaje es uno de los mejores, sino el mejor, modo de invertir ese préstamo tan corto y efímero que se nos ha dado: la vida. Nos vemos en la ruta.