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Con este post no quiero que piensen que no me gusta regalar y mucho menos que no me gusta que me regalen. Todo lo contrario, ¡me chifla! Me encanta abrir paquetes para ver lo que hay dentro… Disfruto tanto de ese momento como del instante en que la persona a la que quiero agasajar rompe el envoltorio (de papel reutilizado, por supuesto) para poder ver el presente que he elegido para ella. Si encima el homenajeado abre los ojos como platos y sonríe al ver su regalo, el éxtasis llega a su punto más álgido, porque sin hablar, sin decir nada, ya me ha dado todas las señales para saber que he dado en el clavo.
La mayor parte de las veces no se trata de gastarse cantidades ingentes de dinero, basta con ser observador, conocer bien a la persona a la que quieres sorprender y disponer del tiempo para buscar y encontrar tan ansiado objeto. Una tarea, como saben, nada sencilla y que requiere mucho esfuerzo y dedicación y, por supuesto, creatividad.
Como les digo me encanta dar y recibir, pero hay una cosa que no soporto y que parece que cada vez se extiende más por nuestra sociedad de consumo sin limites el vicio de comprar por comprar, sobre todo en fechas como las que nos encontramos ahora. Para mí no hay nada peor que descubrir que te han hecho un regalo porque “tocaba” o, mucho peor, por obligación. Tampoco suelo hacerlo, lo odio.
Detesto buscar un regalo sin rumbo, ni ideas, me resulta cansino peregrinar por las tiendas sin un objetivo y con la obligación asumida de que ese día no puedes volver a casa sin un par de bolsas en las manos. ¿Saben por qué?, porque estoy convencida de que cuando las fechas convierten esta gesto de cariño en una pesada carga, cuando el capitalismo trastoca esta muestra de generosidad y amor, ésta queda totalmente manoseada y pierde su significado más íntimo. Mejor será entonces que nos quedemos en casa y hagamos otro tipo de regalo. Demos a aquellos que tanto queremos más tiempo para compartir, más caricias que disfrutar y más abrazos a los que agarrarse.