En el Panteón de París, el féretro de Marie Curie, fallecida en 1934, está revestido con capas de plomo para evitar que la contaminación radioactiva que emana de su cuerpo afecte al exterior. A 2.500 kilómetros, en el norte de Ucrania, se encuentra otra tumba bajo tierra, cemento y plomo. Las dos tienen mucho en común: tanto el cuerpo de Curie como el esqueleto de la central nuclear de Chernóbil son víctimas de un exceso de radiación. Y ambas la seguirán emitiendo por miles de años.
A poco más de cien kilómetros de Kiev y a 154 kilómetros de la frontera con Bielorrusia, uno de los cuatro reactores de la central eléctrica nuclear Vladímir Ilich Lenin, conocida también como Chernóbil, explotó el 26 de abril de 1986. La radiación emitida por el accidente traspasó el telón de acero y fue causa de muertes, enfermedades y malformaciones. También abrió una grieta en el sistema soviético y, en cierta medida, acercó a la URSS a su fin. Hoy, los restos de la central nuclear se esconden bajo el sarcófago más grande del mundo, inaugurado en 2019. Este sistema de protección costó más de un millón y medio de dólares, que se suman a los más de 700.000 millones invertidos en la reconstrucción y en la lucha contra la radiación desde 1986. El accidente de Chernóbil ha sido la mayor catástrofe nuclear en la historia de la humanidad, y los incendios de la primavera de 2020 ponen de manifiesto que su historia todavía no está cerrada.
El átomo de la guerra y el átomo de la paz
“Obtener la paz de la energía atómica no es un sueño futurista. Es posible y seguro hacerlo hoy”. “Pedimos a los científicos del mundo que la energía atómica pase de ser usada como un arma de destrucción masiva a convertirse en una fuente poderosa y vivificante de energía que llevaría la felicidad y la prosperidad a todos los pueblos de la tierra”. Estos dos mensajes, parecidos en su contenido, provienen de dos bandos opuestos: los Estados Unidos y la Unión Soviética de los años 50, en plena Guerra Fría. El primero fue pronunciado en 1953 por el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower ante la Asamblea de las Naciones Unidas; el segundo, por el científico soviético Igor Kurchatov ante el Soviet Supremo de la URSS en 1958. No es casualidad que los dos abogaran por el mismo objetivo: el uso pacífico de la energía atómica. Fue precisamente el discurso de Eisenhower el que dio comienzo a la cooperación científica internacional en materia nuclear, que llevó a la creación, en 1957 y en el marco de las Naciones Unidas, del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), conformado por países de todos los continentes, incluidos la Unión Soviética y Estados Unidos.
Los primeros experimentos atómicos de la URSS datan de la década anterior y tenían un carácter militar. La investigación comenzó en 1943 bajo la dirección de Igor Kurchatov, y recibió un impulso tras los ataques nucleares estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki. En agosto de 1949 la URSS detonó, de forma controlada, su primera bomba atómica en el polígono de Semipalatinsk, en el noreste de Kazajistán; era una copia de Fat Man, la bomba de Nagasaki. Desde aquel momento hasta 1989, otras 456 explosiones controladas —el 64% de las pruebas nucleares soviéticas— se hicieron en el mismo lugar, ya fuera en el aire, en la superficie o bajo tierra. Ni siquiera se avisó de las pruebas a los 500.000 vecinos de los alrededores hasta 1956, cuando se empezó a avisar una hora antes de las explosiones. Hoy, los habitantes de la región siguen sufriendo las consecuencias de la exposición a la radiación.
Para ampliar: “This Is What Nuclear Weapons Leave in Their Wake”, Alexandra Genova en National Geographic, 2017
La propuesta de utilizar la energía atómica con fines pacíficos abrió la investigación hacia otros ámbitos, como la industria, la agricultura, o la gestión de desastres naturales. El discurso del átomo de la paz —útil, necesario y seguro— fue llevado a los libros de texto soviéticos como la antítesis del átomo de la guerra. La URSS se convirtió así en el país con la primera central nuclear del mundo, la de Obninsk, construida en 1954 a cien kilómetros de Moscú, a las que se fueron sumando otras en todo el territorio del país. Al igual que todas ellas y a diferencia del polígono de Semipalatinsk, creado para pruebas bélicas, la central nuclear de Chernóbil se construyó en 1983 para la paz, para producir energía. Es por eso por lo que los vecinos de la central de Chernóbil no temían a su proximidad: “El átomo de la guerra es Hiroshima y Nagasaki; el átomo de la paz es la bombilla eléctrica en cada casa”, creían, según recogen sus testimonios. La posibilidad de un fallo tampoco encajaba en el discurso oficial soviético. No obstante, el 26 de abril de 1986, el error humano se sumó a una infraestructura deficiente y, durante un experimento, el reactor 4 de la central de Chernóbil explotó. Y, con él, comenzó el derrumbe de las instituciones soviéticas.
Un millar de bomberos y trabajadores de la central fueron expuestos a la radiación durante el primer día del accidente, y los casi 50.000 habitantes de Prípiat, la población más cercana, no fueron evacuados hasta pasadas 36 horas de la explosión. 600.000 liquidadores, que se dedicaban a las labores de reconstrucción y control de la contaminación radioactiva, trabajaron en Chernóbil entre 1986 y 1991, con una edad media de 34 años; treinta fallecieron en los primeros tres meses tras el accidente. 300.000 residentes de la región tuvieron que abandonar sus hogares en los meses y años siguientes. Se estima que la radiación ha provocado o todavía provocará la muerte de entre 4.000 y 200.000 liquidadores y habitantes de la zona, como si el átomo de la paz le hubiese declarado la guerra al género humano.
Para ampliar: Voces de Chernóbil, Svetlana Aleksiévich, 1997
La nube que no se desvanece
Las consecuencias del accidente fueron penetrando gradualmente en diferentes ámbitos de vida, en la Unión Soviética y más allá. Primero, la salud: los efectos de la radiación variaban en función de la dosis recibida, por lo que solo los más expuestos fallecieron en los primeros meses. No obstante, se dispararon los casos de cáncer, malformaciones en recién nacidos, infertilidad, enfermedades cardiovasculares y trastornos mentales persistentes entre los liquidadores y habitantes de la región. La radiación, que se propagó en 200.000 km2, afectó también al entorno y al medioambiente. Para contrarrestar sus efectos adversos, algunas de las tareas de los liquidadores consistían en el entierro de animales, casas, árboles y tierra contaminados a más de un metro y medio de profundidad. Solo en Rusia, también afectada por el desastre, se enterraron en 1988 alrededor de 150.000 m3 de tierra contaminada.
Así, el impacto de la radiación no se quedó solo en las poblaciones más cercanas a la central nuclear, sino que el viento la llevó hacia el noroeste y hacia el norte. De hecho, las primeras señales de alarma llegaron al lado occidental del telón de acero desde Suecia, que alertó de un aumento de radiación en su territorio. Por su parte, los medios soviéticos no informaron a su población del accidente hasta dos días más tarde, y el primer anuncio público de Mijaíl Gorbachov, dirigente de la URSS desde el año anterior, solo se emitió veinte días después del accidente. Por otro lado, la república más afectada por la radiación no fue Ucrania, en cuyo territorio se encuentra la central, sino Bielorrusia, a la que llegaron el 70% de las partículas radiactivas emitidas. Como consecuencia, Bielorrusia perdió una quinta parte de su tierra cultivable. El territorio en un radio de treinta kilómetros de Chernóbil fue declarado una zona de exclusión. Tras su independencia, Bielorrusia, Ucrania y Rusia heredaron 2.100, 2.040 y 170 km2 inhabitables debido a la radiación, respectivamente.
No obstante, el accidente de Chernóbil no fue lo único que hizo tambalear a la Unión Soviética. Un año antes de la explosión, en 1985, un Gorbachov recién llegado al poder puso en marcha políticas aperturistas, las famosas perestroika, o ‘reconstrucción del régimen’ y glásnost, o ‘transparencia’, que suponían liberalización económica y política. Estas reformas pretendían adaptar a la URSS a la realidad internacional del momento, no derrumbar el sistema soviético. Sin embargo, el telón de acero se rompería en 1989 y la URSS se desintegraría en 1991. Aunque la razón del desmoronamiento de la Unión Soviética se atribuye frecuentemente a las reformas de Gorbachov, él respondía en 2006 que “el accidente nuclear en Chernóbil, fue tal vez —incluso más que la perestroika— la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética”.
Para ampliar: “El fin de la URSS y ‘el fin de la historia’”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2016
Aunque no fuera la única causa verdadera, la explosión de Chernóbil sí impactó duramente en los pilares del sistema soviético: la opacidad informativa, la autarquía y la confianza ciega en las autoridades. La reticencia del régimen a reconocer la catástrofe desde el primer momento, la tardanza en hacerla pública y en evacuar a los afectados, y la incapacidad técnica de hacer frente a las labores de limpieza de la radiación mostraron a la población soviética y a la comunidad internacional que Moscú había perdido el control de la situación y ya no era la superpotencia de antaño.
Esta realidad, que no encajaba en el discurso oficial, tuvo entre sus consecuencias el aumento de protestas medioambientales dentro y fuera de la Unión Soviética y el nacimiento de los movimientos econacionalistas. La catástrofe de Chernóbil desencadenó en 1987 las protestas contra la explotación de fosfatos en Estonia, que fueron cobrando carácter nacionalista y empujaron a la independencia de esta república en 1991. En 1988, las reivindicaciones populares en Crimea interrumpieron la construcción de una central nuclear en la península. En Kazajistán, el movimiento antinuclear se consolidó en 1989 e incorporó, a los pocos meses, la aspiración de la independencia. Fue así como el accidente en la central eléctrica nuclear Vladímir Ilich Lenin precipitó la caída de la Unión Soviética. La catástrofe también impulsó movimientos antinucleares al otro lado del telón de acero en países como Alemania, Francia, Países Bajos, Suiza o Japón.
En el ámbito global, Chernóbil forzó a la URSS a abrirse al exterior mucho más de lo que lo hizo durante las reformas de Gorbachov. Primero, porque necesitaba apoyo tecnológico externo y, segundo, porque demostró que las consecuencias de un accidente nuclear no entienden de fronteras nacionales. Chernóbil reforzó la idea de que la seguridad nuclear constituye una responsabilidad global compartida, por lo que el Organismo Internacional de la Energía Atómica, la Organización Mundial de la Salud y el Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas se sumaron a la investigación de las consecuencias de la catástrofe.
Para ampliar: “Europa ante el dilema de la energía nuclear”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2015
La ciencia ficción llega a la realidad y se hace, de nuevo, ciencia ficción
Algunos de los términos que irrumpieron en el vocabulario soviético tras la explosión de Chernóbil fueron “zona” peligrosa y cerrada, “emisión” radiactiva, habar, un objeto de valor rescatado de la zona de exclusión, y stalker, la persona que entra a la zona de manera ilegal para buscar esos objetos. Pero estos conceptos no eran del todo nuevos para el público. Los hermanos rusos Arkadi y Borís Strugatski retrataron en la novela Picnic extraterrestre, publicada en 1972, un territorio contaminado por una fuerza desconocida en el que buscadores de tesoros, o stalkers, rescataban artefactos evitando caer presos de seres mutantes. La historia fue llevada a las pantallas en 1979 por Andréi Tarkovski y encontró un reflejo en la realidad con la crisis de Chernóbil, a la que alimentó de terminología y leyendas urbanas, tales como que la exposición a la radiación otorgaba superpoderes.
Tras el accidente de Chernóbil, la realidad superó a la ficción: la radiación afectó a una zona de exclusión que ya no era un territorio imaginario. Frente a la prohibición de visitarla, los autodenominados stalkers empezaron a realizar incursiones ilegales en Chernóbil, pero, a diferencia de los personajes de los hermanos Strugatski, su objetivo no eran los objetos de valor, que ya se habían llevado los saqueadores ordinarios, sino conocer en primera persona las ciudades abandonadas por la radiación. Por otra parte, los paralelismos entre realidad y ficción fomentaron la mitificación del accidente. Por ejemplo, las mutaciones en animales, frecuentemente retratadas en la industria cultural, tuvieron un alcance más bien reducido.
De vuelta en la ficción, la empresa de videojuegos ucraniana GSC Game World lanzó en 2007 Las Sombras de Chernóbil, el primer juego de la serie S.T.A.L.K.E.R. Ambientado en una realidad alternativa e inspirado en la novela de los hermanos Strugatski, el juego fue bien recibido por la crítica y ampliado con dos secuelas. El accidente de Chernóbil también se convirtió en el punto de partida para todo un universo literario, 89 libros escritos por más de cincuenta autores de países postsoviéticos. Esta serie de novelas alimentó el interés por la ciencia ficción postapocalíptica e impulsó la popularidad de otras series de libros del género. Con el regreso de la zona de exclusión a la ficción, el círculo de la ficción y la realidad, iniciado con Picnic extraterrestre, se había cerrado.
La ficción fue una de las formas de las que la literatura asimiló la tragedia de Chernóbil, pero no la única. En 1997, la escritora bielorrusa y Nobel de Literatura 2015 Svetlana Alexiévich publicó los testimonios de los supervivientes del accidente en su obra Voces de Chernóbil. Este libro fue una de las fuentes documentales para la miniserie Chernóbil, producida en 2019 por la plataforma HBO. Pero la tragedia no solo tuvo eco en el arte: el abandono de la zona de exclusión por parte del ser humano la convirtió en un hábitat singular para especies de animales raras o en peligro de extinción. Las personas que decidieron regresar a los territorios contaminados también fueron retratados con frecuencia en reportajes periodísticos y documentales.
Para ampliar: “La Guerra Fría a través de los videojuegos”, Nacho Esteban en El Orden Mundial, 2018
Un imán para turistas
“Debemos darle a este territorio una nueva vida”, anunció en 2019 el presidente ucraniano Volodímir Zelenski. Con esta declaración, Zelenski hacía pública una nueva estrategia para impulsar el turismo y la investigación científica en la zona de exclusión ucraniana. Pero el “turismo nuclear” no es una novedad para el país. La prohibición de visitar los territorios contaminados se levantó con la ocasión del vigésimo quinto aniversario de la tragedia, en 2011. Antes de esta fecha, también existían tours privados que operaban de forma ilegal.
A día de hoy, las empresas turísticas ofrecen una amplia gama de excursiones y prometen que la experiencia no tendrá repercusiones para la salud. La afluencia de turistas internacionales se disparó en 2019, en parte gracias a la popularidad de la miniserie de HBO. En la vecina Bielorrusia, la situación es diferente. El acceso a la zona de exclusión de país estuvo restringido hasta 2019, cuando se abrió por primera vez para el turismo. No obstante, los incendios que azotaron la zona en primavera de 2020 —el momento más crítico desde que se controló el accidente en 1986— ponen en riesgo la industria turística en la región.
Más de tres décadas después, el accidente de Chernóbil presenta un balance entre la vida y la muerte: los fallecidos frente a los residentes retornados, los stalkers frente a los turistas e influencers, la civilización frente a la naturaleza. La explosión en el reactor 4 también expuso las grietas del sistema soviético: tras las promesas de Gorbachov de un régimen más transparente, la opacidad informativa que rodeó al accidente de Chernóbil ya no fue tolerada por la población. Los movimientos ecologistas y antinucleares proliferaron dentro y fuera de la URSS, y reforzaron las aspiraciones de la independencia en algunas de las repúblicas. Impulsado por la incapacidad del régimen para hacer frente a la tragedia, el viento de Chernóbil se llevó a la Unión Soviética.
Para ampliar:“Viaje al centro del horror: el turismo oscuro”, Clara R. Venzalá en El Orden Mundial, 2019
El viento de Chernóbil que se llevó a la Unión Soviética fue publicado en El Orden Mundial - EOM.