Si algo ha marcado el creciente interés occidental por la cultura japonesa ha sido el fallido y folklórico intento por asimilar sus iconos más representativos. Nos hemos convertido en obsesivos consumidores de manga, sushi o artes marciales sin atender a sus más primarias esencias. Todo ello ha desplazado a un segundo plano lo que, a juicio de quien aquí escribe, constituye la más apasionante y magnética diferencia cultural: la actitud ante el paso del tiempo; ante el sonido emitido por la voz del viento.
El cine de Hayao Miyazaki muere con la intimista "El Viento se Levanta", una historia impregnada de la épica sencillez del autor japonés, que graba a fuego su innegociable idilio con una animación tradicional a la que ha llevado una y otra vez a la más alta de sus cotas. Su última película recupera y eterniza algunas de sus más sagradas referencias: el trazo realista, el doloroso quejido de la naturaleza, la aparición de la enfermedad, un ritmo pausado de la narración en el que cada detalle importa, la presencia de la aviación -el recuerdo de "Porco Rosso" es intenso-, o una aproximación a la familia que recuerda al mejor Ozu.
En "El Viento se Levanta", al margen de inesperados logros estéticos -como una presentación de Alemania que parece surgida del impresionismo- existe una historia que es a la vez despertar, emoción, resignación y pérdida. Con la pobreza del Japón de los años 30 como telón de fondo, Miyazaki rinde homenaje al ingeniero de aviación Jiro Horikoshi, un genio cuyas aves de acero hicieron más que simplemente volar, como él habría querido, y que acabaron en las terribles manos de la más cruel de las guerras. Lejos de explorar los rincones de la naturaleza en busca de duendes, el director de "La Princesa Mononoke" opta esta vez por entregar la fantasía a un elemento invisible y caprichoso, capaz de hacer volar sombreros, destinos y aviones de papel. ¿Puede una hermosa historia de amor nacer de un virulento soplido de viento? ¿Puede este viento llevarse una voz y devolverla a través de un sueño?
Decir adiós a Hayao Miyazaki es decir adiós a una manera de entender la animación; a un maravilloso diálogo con la naturaleza en la que nunca hubo protagonistas, ya que todos somos parte de ella. El cine y la Tierra parecen hoy más desamparados ante la despedida del genio japonés. Siempre quedará aquella extraña e inolvidable imagen de Totoro esperando su gatobus mientras, a su lado, una desconcertada niña sostiene a su hermana pequeña bajo la lluvia. Un testamento dibujado con el trazo de una magia que parece existir sólo para el que la quiera ver.