Mucho antes de que las amigas napolitanas de Elena Ferrante dieran la vuelta al mundo, mucho antes, también, de que el realismo de imágenes ilusorias de Anna Maria Ortese retratara esta tierra que el mar no baña, mucho antes, en fin, hubo otra mujer, otra escritora, que puso esta ciudad llena de contrastes en el centro de su obra. Esa autora se llama Matilde Serao (1856-1927), pasó casi toda su vida en Nápoles, fue contemporánea de la premio Nobel Grazia Deledda y ella misma fue candidata al galardón en varias ocasiones. Mujer pionera, culta y comprometida, en 1892 fundó junto a su marido el periódico Il Mattino, de orientación antifascista. Cultivó la ficción, con títulos como la nouvellesobre una mujer adúltera La virtud de Checchina (1884), pero sobre todo destacó por su carrera periodística, que incentivó su interés por las preocupaciones de su tiempo, como demuestra en El vientre de Nápoles (1884; 1906), su título más importante, considerado el primer gran reportaje italiano, que Gallo Nero ha reeditado recientemente con una nueva traducción de Juan Antonio Méndez.
Para destruir la corrupción material y la moral, para rehacer la salud y la conciencia de toda esta pobre gente, para enseñarles cómo se vive —porque lo que es morir ya lo saben, como habéis visto—, para decirles que son nuestros hermanos, que les amamos eficazmente, que queremos salvarlos, no basta con destripar Nápoles: es preciso rehacerlo de arriba abajo.
«Desde que empecé a escribir nunca supe ni quise ser más que una humilde cronista de mi memoria», declara Matilde Serao en la cita que abre el libro. Su memoria, no obstante, sirve de pretexto para examinar a fondo los problemas colectivos de la sociedad napolitana, como hace en El vientre de Nápoles, que se compone de tres partes: la primera, redactada en 1884, surgió como reacción a la situación de la ciudad después de la epidemia de cólera de ese año; la segunda y la tercera datan de 1904 y 1906, y ponen de manifiesto que, si bien se habían llevado a cabo nuevas políticas, estas no eran, a juicio de la autora, ni suficientes ni oportunas. En conjunto, conforman un fresco social de Nápoles en la segunda mitad del siglo XIX, un Nápoles degradado, que entristece e indigna a Matilde Serao, pero que, a diferencia de Anna Maria Ortese y Elena Ferrante, no la empuja a marcharse, a huir, sino que potencia su implicación en la denuncia de las condiciones de la clase más empobrecida.
Son feas, por supuesto, se descuidan, claro que sí. A veces dan asco. Pero esos que tanto se preocupan ahora por la belleza tendrían que entrar en el secreto de estas existencias, que son un poema de martirio cotidiano, de incalculables sacrificios, de esfuerzos soportados sin protestar. ¿Juventud, belleza, vestidos? Disfrutaron de un minuto de belleza y de juventud, fueron amadas, se casaron. A continuación, el marido y la miseria, el trabajo y las palizas, el sufrimiento y el hambre. Tienen hijos y deben abandonarlos, el más pequeño al cuidado de la hermana pequeña, y como el resto de las madres, tienen miedo de los carruajes, del fuego, de los perros, de las caídas y, mientras están sirviendo, se las ve siempre inquietas y agitadas.
En el primer bloque, que se extiende casi la mitad del libro, Matilde Serao argumenta por qué las palabras de un miembro del gobierno, que instó a «destripar Nápoles», no resultan válidas: en su opinión, hay que ir más allá, «es preciso rehacerlo de arriba abajo» (p. 20). A continuación, escribe una espléndida crónica de su tiempo, que toca todos los puntos clave del conflicto napolitano. Es interesante que preste atención tanto a los aspectos materiales, quizá los más evidentes (a saber: la pobreza extrema, el hecho de deslomarse trabajando para seguir siendo pobre, los oficios que exponen a las personas a la miseria y la enfermedad, la mala alimentación como consecuencia del coste de la comida sana, los puestos de comida callejeros, etc. Incluso ofrece datos concretos acerca de los precios, los sueldos y el nivel de vida), como a las cuestiones simbólicas o mentales, directamente ligadas a las primeras, como la fe religiosa o la atracción por lo esotérico, con frecuencia las únicas opciones para tratar de colmar el vacío que deja en la gente esta existencia precaria. Analiza asimismo algunos fenómenos característicos de Nápoles, como la fiebre por el juego de la lotería («El pueblo napolitano, que es sobrio, no se corrompe por el aguardiente, no muere de delirium tremens. Se corrompe y muere por la lotería. La lotería es el aguardiente de Nápoles.», p. 46) o la figura de las usureras. La autora no se limita a mirar, sino que, como buena investigadora, establece relaciones, busca las causas, busca entender. Y demuestra que, para transformar lo más visible, hay que trabajar en las raíces.
Eso es todo. Bueno, todo no. Multiplicad por veinte lo que acabo de decir: es posible que ni siquiera entonces os aproximéis a la realidad. Esta mezcla de fe y error, de misticismo y de sensualidad, este culto extremo tan pagano, esta idolatría, ¿os asustan? ¿Os quejáis de todas estas cosas, propias de los salvajes? ¿Y quién ha hecho algo por la conciencia del pueblo napolitano? ¿Qué lecciones, qué palabras, qué ejemplo se les ha ofrecido a esta gente tan expansiva, tan fácil de conquistar, tan naturalmente entusiasta? En realidad, de la profunda miseria de su vida real, esta gente no ha tenido más consuelo que las ilusiones de su propia fantasía. Ni más refugio que el mismo Dios.
En los dos últimos bloques, Matilde Serao parte de la idea, extendida por aquel entonces, de que las mejoras urbanas han conseguido, en efecto, rehacer Nápoles. Sin embargo, Matilde Serao, perspicaz, habla de un «biombo»: las nuevas construcciones solo ocultan, disimulan la pobreza; en la práctica hay dos Nápoles, el que tiene acceso a esas comodidades y queda muy bien en las postales, y el Nápoles de antes, el de siempre, que no se enseña a los turistas. La autora se muestra muy crítica con la doble cara del gobierno: sí, han edificado viviendas, en gran medida pensando en fomentar el turismo, pero el pueblo llano, por así decirlo, no puede acceder a ellas porque son demasiado caras. Tampoco puede aspirar a una educación; la plaga del analfabetismo está lejos de solucionarse. Cuenta que, al preguntar a un napolitano si sabe leer, este responde, por supuesto en dialecto, que si supiera leer no estaría allí, en el barrio, sino en el palacio; hasta ese punto la gente corriente percibe la educación como un lujo, como algo propio de señores de alta alcurnia, incompatible con sus trabajos más que precarios. Estremece imaginar la impotencia de Matilde Serao, napolitana como ellos, aunque con la fortuna de pertenecer a una familia de periodistas que le proporcionó una herramienta de batalla de valor incalculable: la palabra escrita.
He sufrido demasiado en el honor y en la prosperidad, demasiado he llorado de vergüenza y de indignación. Si quiero ser salvada de todo y de todos, tengo que empezar por salvarme yo. En mis manos está mi primera resurrección, es decir, la de mi existencia moral, o sea, la de mi decoro social. Yo le haré ver al mundo, a Europa, a Italia, que soy digna de todos los regalos de la fortuna. Yo, Nápoles, un pueblo de gente honesta, enviando al Ayuntamiento solo a los honestos, exigiéndoles que ellos continúen y den prioridad a mi rehabilitación.
Matilde Serao
Además de su espíritu combativo, en El vientre de Nápoles Matilde Serao muestra sus excelentes dotes como escritora. Naturalmente, por los veinte años transcurridos entre la primera parte y las siguientes, se aprecia una evolución estilística notable: mientras que al principio empleaba un tono bastante directo, claro y descriptivo, en las últimas su lenguaje está mucho más elaborado, ha adquirido una mayor «textura» literaria, con frases largas, poéticas y ramificadas que fluyen como un río; una voz más personal y curtida, en suma. Si hoy en día este reportaje sigue resultando apasionante es, en buena medida, por la prosa de su autora, que no ha perdido frescura y justifica que se haya convertido en un referente del periodismo literario. Es asimismo instructivo por sus contenidos, que, aparte de acercarnos a su Nápoles, analizan unas situaciones de miseria que se pueden extrapolar al presente en otros contextos. Matilde Serao, esa humilde cronista de su memoria, escribió una crónica magnífica y reveladora… un motivo más que suficiente para leerla.Citas en cursiva de las páginas 20, 25, 39 y 140.