El vínculo entre el intelecto y las emociones

Por Vivaconproposito

Las emociones importan. De acuerdo con una creciente cantidad de datos que lo demuestran, el sentimiento es el recurso más poderoso que poseemos. Las emociones son salvavidas para el conocimiento de uno mismo y para la autoconservación, que nos conectan profundamente con nosotros mismos y con los demás, con la naturaleza y con el cosmos.

Las emociones nos informan de cosas que son de la mayor importancia para nosotros: las personas, valores, actividades y necesidades que nos aportan motivación, entusiasmo, autocontrol y persistencia. El conocimiento emocional y el saber hacer nos permiten recuperar nuestra vida y nuestra salud, preservar nuestra familia, entablar relaciones amorosas y duraderas y tener éxito en nuestro trabajo.

Nuestro coeficiente intelectual puede ayudarnos a comprender y afrontar el mundo a determinado nivel, pero precisamos nuestras emociones para entendernos y tratar con nosotros mismos, y, a su vez, entender y tratar con los demás.

Sin la conciencia de nuestras emociones, sin la capacidad de reconocer y valorar nuestros sentimientos y actuar en sincero acuerdo con ellos, no podemos llevarnos bien con los demás (independientemente de lo “listos” que seamos), nos resulta difícil tomar decisiones, y a menudo nos encontramos perdidos, desconectados de nuestro sentido del yo.

Culturalmente, los occidentales hemos aprendido a pensar en la propia conciencia como una actividad intelectual y no como una respuesta del corazón o instintiva. Hemos aprendido a no confiar en nuestras emociones; nos han dicho que las emociones distorsionan la información supuestamente más exacta que nuestro intelecto suministra. Incluso el término EMOCIONAL significa débil, sin control, hasta pueril.

“No seas niño”, decimos al chiquillo que está llorando en el patio del recreo. “¡Déjalo solo! ¡Deja que lo solucione él!”, advertimos a la niña que corre a ayudar al muchacho.

En realidad, tenemos tendencia a moldear la imagen de nosotros mismos completamente en torno a nuestro intelecto. Nuestras capacidades de memorizar y resolver problemas, de deletrear palabras y de efectuar cálculos matemáticos se miden fácilmente con pruebas escritas; esas medidas se pasan a informes en forma de calificaciones y, en última instancia, dictan qué facultad nos aceptará y qué caminos profesionales deberíamos seguir. Si no obtenemos buenos resultados en estas pruebas normalizadas, sentimos claramente el impacto de la etiqueta que se nos impone; cualquier meta que tengamos se vuelve mucho más difícil de alcanzar cuando sabemos que es muy posible que no seamos lo bastante listos para alcanzarla.

¿Su instinto le dice que hay algo que no está bien en ese panorama? Esto es debido a que, por mucho que nuestra sociedad nos diga que para seguir adelante hay que ser objetivo y racional, tenemos la sensación de que la persona no ha sido hecha para actuar como un ser sólo pensante.

Cuando vemos una película que nos conmueve, coincidimos en que ha sido maravillosa; cuando vemos a alguien que actúa con compasión, le aplaudimos. Pero aceptamos nuestra emotividad sólo en determinados contextos: es correcto llorar en el cine pero no en el trabajo; está bien confiar en tu instinto al jugar al póquer pero no cuando se trata de elegir un producto para comercializar.

Ahí reside la paradoja. Se nos inculca que valoremos la cabeza y devaluemos el corazón; instintivamente, valoramos el corazón y nos sentimos mal por hacerlo. Pero no nos equivocamos:

AL FIN Y AL CABO, EL CORAZÓN Y LA CABEZA NO ESTÁN TAN SEPARADOS

Recientemente, al estudiar a personas que han sufrido una apoplejía, un tumor cerebral y otros tipos de daños cerebrales, los científicos han efectuado algunos descubrimientos fascinantes referentes a la inteligencia.

Cuando las partes de nuestros cerebro que nos permite sentir emociones resultan dañadas, nuestro intelecto permanece intacto. Seguimos siendo capaces de hablar, analizar, obtener excelentes resultados en las pruebas del coeficiente intelectual e incluso predecir cómo actuaría uno en situaciones sociales. Pero en estas trágicas circunstancias somos incapaces de tomar decisiones en el mundo real, de actuar con éxito con otras personas y/o comportarnos de modo adecuado, trazar planes para el futuro inmediato o a largo plazo, razonar o, finalmente, triunfar.

El funcionamiento neurológico exacto todavía no está claro, pero las tecnologías que permiten obtener imágenes del cerebro y que en la actualidad ayudan a los científicos a “trazar el mapa del corazón humano” sugieren que las partes racional y emocional del cerebro dependen una de otra.

¿Podría ser que estuviera previsto que la emoción poseyera más control del pensamiento que el que tiene el pensamiento sobre la emoción?

Hace unos años sugerir algo semejante habría sido objeto de burla por parte de los científicos. Pero llegó Joseph LeDoux, de la Universidad de Nueva York, quien a principios de los noventa descubrió que, en realidad, los mensajes procedentes de nuestros sentidos – nuestros ojos, nuestros oídos – son registrados primero por la estructura cerebral más comprometida con la memoria emocional. la amígdala del cerebro – antes de pasar al neocórtex.

Esto significa que la Inteligencia Emocional contribuye realmente al pensamiento racional. Por esa razón, fisiológicamente, cuando los centros emocionales de nuestro cerebro resultan dañados, nuestra inteligencia global se estropea. Sin embargo, no es necesario que suframos algún daño cerebral para despojar a nuestro intelecto de su compañero emocional básico. Prestamos tan poca atención a nuestros sentimientos, que nuestros recursos emocionales se han atrofiado, igual que ocurre con cualquier músculo que no se utiliza.

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