Que la alimentación es indispensable para sobrevivir es evidente, pero también está claro que ésta no es su única función. La comida no sólo nos quita el hambre, sino que a veces nos reconforta, es capaz de mejorar nuestro humor o nos permite compartir momentos agradables con otras personas. Estas son sólo algunas de las funciones añadidas que tiene la alimentación en nuestras vidas.
Si revisamos nuestra memoria episódica seguro que encontraremos muchos momentos importantes que han pasado alrededor de una mesa: Celebraciones, bienvenidas, despedidas, reencuentros, reuniones, reconciliaciones, etc. La comida nos acompaña en muchos momentos emocionantes y clave de nuestras vidas.
No es de extrañar, pues, que el vínculo entre la comida y las emociones esté muy presente entre la mayoría de personas y se exprese mediante cualquier excusa que nos hará cambiar nuestra rutina alimentaria: He tenido un mal día, he tenido un buen día, estoy triste, estoy aburrido, estoy enfadado, estoy feliz… Son sólo algunas de las justificaciones que utilizamos para comer más de la cuenta, permitirnos un capricho o saltarnos una comida. Así pues, las razones por las que comemos o no comemos muchas veces van mucho más allá de nuestras necesidades fisiológicas reales.
Que esto nos pase de vez en cuando no es ningún problema y no nos debe hacer sentir culpables. Al contrario, no somos máquinas programadas para seguir una rutina exacta y de vez en cuando es necesario saltarse las normas y permitirse ser espontáneos. El problema llega cuando nuestra alimentación se guía más bien por cómo nos encontramos anímicamente que por qué necesidades fisiológicas tenemos.
Algunos consejos que podemos poner en marcha para evitar que el vínculo comida-emoción domine nuestra forma de alimentarnos son:
– Tomar conciencia: El primero y más importante es darnos cuenta de lo que nos pasa. Para ello nos puede ayudar hacer un registro alimentario donde apuntemos no sólo lo que comemos durante el día sino también donde estábamos, con quien estábamos y cómo nos sentíamos en ese momento. De esta forma seremos más conscientes de lo que nos afecta y de cómo canalizamos las emociones a través de la comida.
– Diferenciar el apetito real del emocional: Conocer cuáles son las características del hambre fisiológica y del hambre emocional nos ayudará a identificarlas. Podéis consultar estas diferencias en el artículo “Diferencias entre hambre fisiológica y emocional”.
–Mantener una buena rutina alimentaria: Tener unos horarios regulares y dedicar tiempo a planificar qué y cuándo comeremos nos ayudará a no tener que improvisar y llegar a las comidas con un nivel de apetito adecuado, favoreciendo así el surgimiento del hambre fisiológica.
– Identificar cuál o cuáles son las emociones que estamos aliviando con la comida nos puede ayudar a conocernos mejor y ponernos en marcha para cambiar aquello que no nos va bien o no nos gusta de nuestra vida.
– Buscar actividades alternativas: A veces comemos simplemente porque nos hace sentir bien o no se nos ocurre nada mejor que hacer. Plantearnos alternativas que nos resulten agradables y que podamos llevar a cabo cuando nos sentimos solos o aburridos puede ser una buena opción. Desde actividades más introspectivas como leer, escribir o dibujar como salir a pasear o llamar a un amigo pueden sernos muy útiles para evitar recurrir siempre a la comida como compensación.
La comida nos debe servir para disfrutar, compartir y sentirnos enérgicos, pero en ningún caso debe convertirse en una herramienta para compensar carencias emocionales que no podemos o no sabemos resolver. El primer paso para cambiar es darnos cuenta de este vínculo y ponernos en marcha o buscar la ayuda necesaria para solucionarlo.