Las encuestas sobre intención de voto publicadas por lo que otrora se llamó Prensa y Radio del Movimiento, pronostican que, pese a que sufrirá un considerable desgaste, el Partido Popular (PP) será el más votado en las próximas elecciones municipales y autonómicas.
¿Cómo es esto posible? Más allá de la gente sumida en la pobreza severa, de los casi cinco millones de parados, de los precarios, no hay franja de clase media asalariada que no haya sido perjudicada por las medidas antisociales del Partido Popular. Los recortes en todos los servicios esenciales, sobre todo en sanidad y educación, no han servido para equilibrar la economía y, tras desvalijar la caja de las pensiones, el PP ha aumentado la Deuda Pública situándola en más de un billón de euros, de los cuales 300.000 millones corresponden al mandato de Rajoy. El balance de gestión incluye la destrucción, en esta legislatura, de más de un millón de empleos.
Un evidente signo del Estado del Malestar lo aporta el informe de vulnerabilidad elaborado por Cruz Roja, del que se desprende que dos millones y medio de personas dejan de tomar medicamentos porque, forzados a elegir entre comprar fármacos o alimentos, optan por la comida.
Si a esto se añade la apestosa corrupción que salpica a los principales dirigentes populares, y las leyes mordaza que restringen las libertades políticas y de expresión, resulta incomprensible que una sociedad madura pueda seguir otorgando su confianza a quienes la han defraudado por activa y por pasiva. Sin ir más lejos, en plena campaña sale a la luz la noticia de que el Gobierno madrileño de Esperanza Aguirre pagó en 2011, a través de la sociedad Madrid Network, más de 600.000 euros al antiguo bufete de Cristóbal Montoro, Equipo Económico, y casi 350.000 a una compañía de Manuel Lamela, ex consejero de Transportes de la Comunidad durante el mandato de la condesa de los Altos Techos.
En estas circunstancias, ¿consentirá la ciudadanía madrileña llamada a las urnas volver a encumbrar al poder municipal a una candidata que, además de destrozar la sanidad pública regional, y flotar en un charco de corrupción, se jactó de desobedecer las normas de tráfico?
Hay mentiras, verdades a medias y estadísticas, según sentencia atribuida a Mark Twain. Las encuestas de opinión forman una rama de la estadística cuyos resultados acostumbran a ser 'cocinados' con el propósito de influir o manipular el ánimo de los votantes. Con esta precaución hay que leer los resultados de esas encuestas que sitúan al PP en el primer lugar del ranking de votos. Ya que anunciando la victoria de Esperanza intentan sumirnos en la desesperanza para convencernos de que no hay nada que hacer, de que todo está perdido y renunciemos a cambiar el curso de las cosas.
Hay muchos intereses en juego y los grandes poderes fácticos no gastan en balde el dinero invertido en propaganda. La estrategia busca la profecía autocumplida. Y si esta nefasta predicción tuviera éxito, aparte de intentar marchar al exilio para no sufrir tanta iniquidad, cabría preguntarse sobre la salud mental de una gran parte del electorado. En este sentido, convendría recuperar un estudio realizado, en los años 60, por el psicólogo Stanley Milgram en la Universidad de Yale. El experimento desveló que las mayoría de personas corrientes son capaces de hacer mucho daño, si se les obliga a ello.
Milgram quería averiguar con qué facilidad se puede convencer a la gente corriente para que cometan atrocidades como las que cometieron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Quería saber hasta dónde puede llegar una persona obedeciendo una órden de hacer daño a otra persona. Puso un anuncio pidiendo voluntarios para un estudio relacionado con la memoria y el aprendizaje.
¡La mayoría de los participantes en el experimento accedieron a dar descargas eléctricas mortales a una víctima si se les obligaba a hacerlo!
El experimento de Milgram
Los participantes fueron 40 hombres de entre 20 y 50 años y con distinto tipo de educación, desde sólo la escuela primaria hasta doctorados. El procedimiento era el siguiente: un investigador explica a un participante y a un cómplice (el participante cree en todo momento que es otro voluntario) que van a probar los efectos del castigo en el aprendizaje.
Les dice a ambos que el objetivo es comprobar cuánto castigo es necesario para aprender mejor, y que uno de ellos hará de alumno y el otro de maestro. Les pide que saquen un papelito de una caja para ver qué papel les tocará desempeñar en el experimento. Al cómplice siempre le sale el papel de "alumno" y al participante, el de "maestro".
En otra habitación, se sujeta al "alumno" a una especie de silla eléctrica y se le colocan unos electrodos. Tiene que aprenderse una lista de palabras emparejadas. Después, el "maestro" le irá diciendo palabras y el "alumno" habrá de recordar cuál es la que va asociada. Y, si falla, el "maestro" le da una descarga.
Al principio del estudio, el maestro recibe una descarga real de 45 voltios para que vea el dolor que causará en el "alumno". Después, le dicen que debe comenzar a administrar descargas eléctricas a su "alumno" cada vez que cometa un error, aumentando el voltaje de la descarga cada vez. El generador tenía 30 interruptores, marcados desde 15 voltios (descarga suave) hasta 450 (peligro, descarga mortal).
El "falso alumno" daba sobre todo respuestas erróneas a propósito y, por cada fallo, el profesor debía darle una descarga. Cuando se negaba a hacerlo y se dirigía al investigador, éste le daba unas instrucciones (4 procedimientos):
Procedimiento 1: Por favor, continúe.
Procedimiento 2: El experimento requiere que continúe.
Procedimiento 3: Es absolutamente esencial que continúe.
Procedimiento 4: Usted no tiene otra alternativa. Debe continuar.
Si después de esta última frase el "maestro" se negaba a continuar, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.
Este experimento sería considerado hoy poco ético, pero reveló sorprendentes resultados. Antes de realizarlo, se preguntó a psicólogos, personas de clase media y estudiantes qué pensaban que ocurriría. Todos creían que sólo algunos sádicos aplicarían el voltaje máximo. Sin embargo, el 65% de los "maestros" castigaron a los "alumnos" con el máximo de 450 voltios. Ninguno de los participantes se negó rotundamente a dar menos de 300 voltios.
A medida que el nivel de descarga aumentaba, el "alumno", aleccionado para la representación, empezaba a golpear en el vidrio que lo separa del "maestro", gimiendo. Se quejaba de padecer de una enfermedad del corazón. Luego aullaba de dolor, pedía que acabara el experimento, y finalmente, al llegar a los 270 voltios, gritaba agonizando. El participante escuchaba en realidad una grabación de gemidos y gritos de dolor. Si la descarga llegaba a los 300 voltios, el "alumno" dejarba de responder a las preguntas y empezaba a convulsionar.
Al alcanzar los 75 voltios, muchos "maestros" se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus "alumnos" y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de los "maestros" se detenían y se preguntaban el propósito del experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su "alumno".
En estudios posteriores de seguimiento, Milgram demostró que las mujeres eran igual de obedientes que los hombres, aunque más nerviosas. El estudio se reprodujo en otros países con similares resultados. En Alemania, el 85% de los sujetos administró descargas eléctricas letales al alumno.
En 1999, Thomas Blass, profesor de la Universidad de Maryland publicó un análisis de todos los experimentos de este tipo realizados hasta entonces y concluyó que el porcentaje de participantes que aplicaban voltajes notables se situaba entre el 61% y el 66% sin importar el año de realización ni el lugar de la investigación.