Ya don Luis José Sartorius, conde de San Luis y por entonces ministro de la Gobernación, el día 28 de enero de 1850 había pronunciado palabras premonitorias: “Vosotros no buscáis la discusión. No queréis discutir; queréis escandalizar”. Si fue este discurso suyo un presentimiento de lo que iba a suceder o una incitación a que sucediera lo que deseaba que ocurriera es difícil saber, pero sí que sin tardanza, en la sesión del día siguiente acontecieron hechos de consecuencias gravísimas.
De hechos “tristísimos” calificó El Heraldo del día 30 de enero lo ocurrido la víspera en Las Cortes. Y añadía este diario que lo visto eran “escenas que rebajan el decoro del parlamento, que emponzoñan el brillo de las instituciones, que hacen perder al país la fe en las ideas de libertad, que dan armas poderosas, argumentos formidables a los partidarios del despotismo”. En parecidos términos se expresaron “El Clamor público” o “La Nación”.
Aquel día 29 de enero continúan los debates sobre los presupuestos del Estado. Es ministro encargado de las cuentas públicas el prestigioso hacendista don Juan Bravo Murillo, mas no es él el protagonista de los debates, sino los diputados de la oposición don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas. A cuenta de unos reproches relacionados con los apoyos necesarios para el gobierno, se escuchan las palabras “infame apostasía” pronunciadas por Ríos Rosas. Tienen que ver con la actitud de aquél en 1843, cuando por el asunto de la firma de la reina Isabel, para la disolución de las Cortes, Olózaga fue censurado y González Bravo encumbrado a la presidencia del gobierno.
Pide, pues, explicaciones González Bravo a Ríos Rosas. Quiere saber aquél si es a él a quien, sin nombrarlo, se refirió en la víspera, y como el señor Ríos Rosas se mostrara ambiguo en su respuesta, se enzarzan en acre discusión. Excelentes parlamentarios los dos, de nada sirven sus dotes oratorias. Truena la voz del rondeño sobre un González Bravo, que haciendo honor a su apellido no se achica. Perdidas las formas, a los gritos de los contendientes, se suman los del resto de los diputados. La algarabía es enorme y el presidente, señor Mayans, tiene que intervenir para interrumpir el lamentable espectáculo.
Inaugurado en 1839, cuando Isabel II contaba nueveaños, Lhardy era el restaurante mas elegante de Madrid. Por sus salones y reservados pasaron la propia reina, el marqués de Salamanca y los más distinguidos personajes de la época.
Pero el caso no ha hecho sino comenzar. Se presentan ante el diputado Ríos Rosas los padrinos de González Bravo. Son estos el general Blaser y don Julián Romea, el famoso actor. Nombra, entonces, el rondeño a los suyos, los también diputados don Fermín Gonzalo Morón y don Francisco García Hidalgo, y se dispone la celebración del duelo. Aunque media el general Pavía, que intenta disuadir a los duelistas de la locura de su propósito, nada consigue, y los señores González Bravo y Ríos Rosas tantas veces enfrentados por la palabra se verán las caras esta vez en el campo del “honor”. En un primer momento son sables las armas elegidas, pero finalmente se pacta que el duelo sea a pistola. Así las cosas, frente a frente los tiradores, corresponde a Ríos Rosas disparar primero, que yerra el tiro. Igual ocurre con el primer disparo de González Bravo. Pero en el segundo disparo de Ríos Rosas, la bala penetra por debajo del brazo de su oponente. González Bravo se desploma y queda inánime en el suelo. Todos creen que ha muerto. Ríos Rosas está afectadísimo. Un gran pesar le embarga, que apenas se atenúa al saber que González Bravo vive. Arrepentido, acude ante el Presidente del Congreso, solicita intervenir para dar cumplida respuesta a las demandas del herido por él, a satisfacer las explicaciones solicitadas y negadas. La herida es grave, pero los doctores Obrador, Sánchez de Toca y Bastarreche, exploran la herida, y al fin, tras dormir al herido con cloroformo, logran localizar y extraer la bala.
Pero ya nada será igual entre ambos hombres cuyas carreras políticas se prolongarán durante años. Nunca González Bravo perdonó a Ríos Rosas. Siempre lo culpó de intentar matarle. Y como una jugarreta del destino, quince años después, siendo González Bravo ministro de la Gobernación, decide las cargas de la Guardia Civil en la luctuosa Noche de San Daniel. El debate que sobre los sucesos se produce en Las Cortes enfrenta de nuevo a González Bravo y Ríos Rosas. La acritud en los parlamentos viene acompañada de la gran altura dialéctica de la que son capaces ambos colosos de la palabra; pero el verbo no es suficiente para calmar los ánimos. Coinciden horas después en Lhardy los inveterados enemigos. Y vivo el recuerdo pese a los años transcurridos y caliente la sangre por lo dicho poco antes, de nuevo se retan. En el mismo restaurante, a la vista de todos, poniendo a todos en peligro, Ríos Rosas y González Bravo apuntan sus armas y disparan. Ríos Rosas fallando deliberadamente, mucho pesaba en su conciencia lo vivido tres lustros antes; González Bravo tratando de herir, pero por su mala puntería errando un tiro que ni alcanzó a su oponente ni a ninguno de los cliente de famoso restaurante.