Porque lo cierto es que se había perdido una guerra primero en Santiago y en Cavite, y en los despacho de París después, y de forma humillante; pero en el fondo, en un país inculto y adormecido, nada pasaba; si acaso que quince millones de españoles ya no verían partir a sus hijos hacia una muerte casi segura en unas colonias inseguras(1); y otros tres millones, indolentes, se daban por satisfechos con seguir disfrutando de espectáculos taurinos en la plazas o funciones teatrales o zarzuelas en los coliseos. Ni la monarquía vio tambalear, con la pérdida de las colonias, la base sobre la que se apoyaba el trono. “España no tiene pulso”, diría Silvela, y no sin razón.
El 17 de mayo de 1902 Alfonso XIII alcaza la mayoría de edad. Es nombrado rey. No pierde tiempo, viste por primera vez el uniforme de Capitán General y se dispone a reinar. Acaba de cumplir 16 años y parece tener las ideas claras, quién sabe si equivocadas, y quien sabe también si ciertos facultades premonitorias, pues había escrito poco antes en su diario: “Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria; cuyo nombre pase a la historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y, por fin, puesto en la frontera…”(2)
También en su primer discurso como rey dejó claro lo que ya algunos sabían y muchos sospechaban, que siendo un rey constitucional, heredaba los últimos modos del absolutismo. Alusiones frecuentes a “mi reinado”, “mi pueblo”, siendo yo “el primero en jerarquía”, así lo demuestra.
Alfonso XIII, por Mariano Benlliure. Museo BBAA. de Valencia.
Tras los fastos de la entronización, que fueron muchos y agotadores, un inmaduro, caprichoso y autoritario Alfonso XIII convoca Consejo de Ministros en el Palacio Real. Dura prueba por el gran esfuerzo que deben realizar los miembros de un gobierno en el que la media de edad rondaba los setenta años y su presidente, el agotado Sagasta, a punto de cumplir los setenta y siete.
Unas primeras palabras de don Práxedes dando la bienvenida al joven Rey dan comienzo a las discusiones. Porque eso fueron. Con su flamante uniforme, el rey de 16 años quiere hacer uso de los galones que su guerrera muestra. Y se dirige al general Weyler.
Don Valeriano Weyler es ministro de Guerra. Premiado hasta no caber una condecoración más en su chaqueta, es un hombre de conversación lacónica, acostumbrado a mandar y a ser obedecido, que ha tomado medidas drásticas, pero necesarias, en el cuerpo militar. Recién perdida la guerra con los Estados Unidos, España languidece con una Marina sin barcos y un Ejército con demasiados oficiales y sin soldados. A algunos de estos, los vueltos de Cuba, los premia procurándoles empleos municipales de serenos, conserjes o matarifes; y para reducir el número de oficiales, incentivando los retiros, reduciendo los presupuestos de las academias militares.
Parco en palabras también en los consejos de ministros, aquel 17 de mayo tiene que romper su costumbre, pues el rey, inquisitivo, pregunta por las causas del cierre de las academias militares. Weyler da pertinentes explicaciones, que son criticadas por el rey y replicadas éstas con oportunas razones por el ministro una y otra vez. No está el general acostumbrado a ese trato, pero se contiene. Sagasta por fin interviene dando la razón al rey empeñado en que las academias se abrieran de nuevo. El general calla disciplinado.
No contento con esta victoria el rey adolescente, toma una constitución, lee a los ministros el artículo 54 y advierte: ─Como acaban de escuchar, la Constitución me confiere la concesión de honores, título y grandezas; les advierto que desde hoy, el primer día de mi reinado, me reservo absolutamente el uso de ese derecho. Una última rebeldía en aquel consejo de ancianos ante el impertinente mozalbete la protagoniza el duque de Veragua, don Cristóbal Colón de la Cerda, Ministro de Marina, que con la misma Constitución en las manos lee el artículo 49: “Ningún mandato del rey puede ser llevado a efecto, si no está refrendado por un ministro”. Tablas.
Seis meses después dimite Sagasta, que al poco fallece. El último soporte del turnismo, pese a los inconvenientes del sistema, desaparecía. Con dos años de retraso los tiempos y modos del siglo XIX parecían llegar a su fin. Otros caminos estaban a punto de emprenderse.
(1) Ese gozo caería pronto en un pozo. Las guerras africanas, y sus exigencias a la Nación, volverían a azotar a las pobres familias españolas.(2) Como así sería. La forma en la que sucedió el lector la puede conocer en este mismo blog, en el artículo : "Antes de que se ponga el Sol".