Entre los políticos la cuestión no es mucho más favorable para el nuevo rey. Que los federalistas le ataquen no sorprende a nadie; pero sí el tono empleado por su más brillante orador, don Emilio Castelar, hombre educado y de tacto, que en las Cortes ─y así consta en el diario de sesiones─ dijo: “(...) Vuestra majestad debe irse, como seguramente se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin parecido al de Maximiliano de Méjico… Esta nación que peleó tres siglos contra los romanos y siete contra los árabes; ésta nación, que venció a Carlomagno, el mayor guerrero de la Edad Media, en Roncesvalles; a Francisco I, en Pavía, y a Napoleón, el gran capitán de los tiempos modernos, en Bailén y Talavera; esta nación cuya gloria no cabe en los espacios, cuyo genio tuvo, como Dios, fuerza creadora para lanzar un nuevo mundo, una nueva tierra en la soledad del océano; esta nación que cuando iba en su carro de guerra veía tras de sí a los reyes de Francia, a los emperadores de Alemania seguir humildes sus estandartes; esta nación de la que eran alabarderos, maceros, y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía (...)”.
Es verdad que los ejecutores de la revolución de septiembre están con él, más o menos; o quizás muerto Prim, más menos que más, pero sus preocupaciones son luchar entre sí, sobre todo en el partido radical, Ruiz Zorrilla y Sagasta, juntos en un propósito antes, alejados ahora uno del otro, cuando más les necesita España y su nuevo rey.
Porque desde el principio de la monarquía saboyana los problemas se ven llegar. Nada más ser Amadeo rey el antiguo regente, Serrano, forma gobierno. Apenas seis meses después estalla la primera crisis. Amadeo encarga la formación de un nuevo gabinete, pero al poco, el duque de la Torre confiesa al rey que nadie acepta ser ministro, ni Ruiz Zorrilla ni Sagasta. Finalmente es Ruiz Zorrilla quien se hace con el poder, que ofrece a don Práxedes la cartera de Estado, que no es aceptada. Es el comienzo de las disputas, el encono y la animadversión que ambos se profesarán en adelante, la causa del desgobierno y la desgracia para la nueva dinastía. El asunto de la quintas, aún no resuelto, la indisciplina en el ejército, la escasa actividad económica, que conduce a la miseria generalizada del pueblo, lo que obliga al ministro Figuerola a poner la hacienda pública en manos de la banca judía francesa son una mínima parte de los sufrimientos que España padece; y ello mientras la Nación se desangra en Cuba y los movimientos carlistas enfrentan una vez más a los ejércitos españoles.
Crisis tras crisis, gobierno tras gobierno, unos de Sagasta, otros de Zorrilla, alguno de Serrano, el rey está cada vez más solo, como sola, o casi, sino fuera por Concepción Arenal, está la reina, dedicada a obras piadosas.
Firma del rey Amadeo de Saboya (Fotografía tomada del libro
España Histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934.
Y solos los dos, como en una repetición de la historia ocurrida pocos meses antes, afrontan el trance que, tras la guerra de la Independencia, ningún monarca español ─del que sólo las reinas regentes María Cristina de Borbón y María Cristina de Habsburgo se libraron─ logró evitar durante el siglo XIX: un atentado contra sus vidas.
Tienen los reyes, en las calurosas noches del verano madrileño, costumbre de salir en carruaje a dar un paseo nocturno por los jardines del Retiro y volver luego a palacio. La noche del 18 de julio de 1872, Amadeo podía haber variado su itinerario. Así se lo había aconsejado el presidente del Consejo y la prudencia; pero como Prim, quién sabe si en recuerdo suyo, sin hacer caso, enfila el camino habitual tras su paseo nocturno. La reina va con él. También ella conoce el peligro. Enterada, ha tratado por todos los medios, sin lograrlo, de convencer a Amadeo para cambiar la ruta; pero ante la insistente negativa decide, aún embarazada como está, acompañarle y afrontar con él un único destino.
Y es que ese mismo día, unas horas antes, por casualidad, se había sabido que la vida del rey estaba en peligro. Cierta persona, instruida y bien relacionada que acababa de salir de la Biblioteca Nacionalacertó a escuchar, sin que se percataran de su presencia, la conversación que mantenían dos individuos apostados junto a un coche: ─Esta noche el rey debe morir. Será al final de la calle del Arenal, cerca de la plaza de Isabel II, cuando regrese a palacio. Se bloqueará el camino para facilitar el asalto. Avisa para que estén todos listos y, advierte que nadie se eche atrás. Quién abandone lo pagará caro.
Aterrado el buen hombre, al oír aquello, corre a comunicar a un militar amigo suyo la noticia que, siguiendo un conducto casi reglamentario, llega a oídos de Cristino Martos, ministro de Estado y del presidente del Consejo Ruiz Zorrilla. No hace caso el rey al requerimiento del presidente para evitar el trayecto y se dispone una discreta vigilanciay protección del monarca(1)
Cuando, casi de madrugada, los reyes vuelven a palacio, en la Puertadel Sol, el coche real se cruza con el de don Pedro Mata, el gobernador civil de Madrid, que dando la vuelta, se coloca detrás del de los reyes, mientras éste sin detenerse emboca la calle del Arenal. Varios hombres están apostados al final de la calle. La policía, que discretamente vigila, los ha visto salir poco antes de una taberna de la Plaza Mayor y tomar posiciones. Cuando el coche real alcanza el lugar previsto la calle se halla cortada y el cochero obligado a detener el coche. Es el momento en el que varios individuos armados con trabucos y revólveres se acercan al coche detenido dispuestos a abrir fuego. El rey, para proteger a María Victoria, cubre el cuerpo de la reina con el suyo propio. El cochero azuza los caballos. Se oyen disparos. Uno de los caballos es herido por varias descargas. Por fin el coche se mueve. La policía responde con fuego a los atacantes. El tiroteo continúa mientras el coche de los reyes se aleja. Los reyes están a salvo. Milagrosamente no han sufrido daño y llegan a palacio. Uno de los criminales es abatido y tres más detenidos. De estos y de los muchos más detenidos en los días siguientes se constató la filiación republicana de los regicidas o al menos eso se deduce al ser un republicano el único muerto durante el tiroteo.
Las muestras iniciales de apoyo y simpatía hacia los reyes duran poco. Siguen solos, aislados. A finales de 1872 Amadeo se reúne con Serrano. Quiere limar asperezas. Si alguien puede apoyarle es el general. La acción política y lo personal se mezclan en el encuentro. Aprovechando que el nacimiento del tercer hijo del rey está próximo Amadeo y el duque hablan: ─Como sabes, Francisco, falta poco para que nazca mi tercer hijo. La reina sería dichosa si Antonia aceptara ser su camarera en el bautizo llevando al recién nacido a la pila bautismal, y los dos accedierais al padrinazgo del nuevo infante de España. Serrano trata de obtener ventajas a cambio. Condiciones inaceptables que el rey no admite. En un clima que augura tormentas futuras se despiden: ─Majestad, me hacéis gran honor, pero sabéis que las circunstancias actuales no son las más propicias. En mi nombre y en el de mi esposa os agradezco el honor que nos hacéis, pero no podemos aceptar vuestro ofrecimiento. Deseo lo mejor para vuestra majestad, para la reina y el feliz desenlace en el parto.
El rey está molesto, lleva dos años soportando desprecios. Ha tenido buena voluntad. Quizás haya cometido errores. España no es una nación fácil de comprender y menos de gobernar, pero si hay algo que sí comprende es que no se le quiere ni se le respeta. La cuerda nunca ha estado más tensa.
El 29 de enero de 1873 María Victoria da a luz un niño, un infante de España. Un nuevo incidente agria más aún las relaciones del Gobierno con el rey. Cuando ese mismo día el gabinete y una representación de las cámaras acuden a la presentación del vástago real en el palacio real, el rey les da plantón(2). Sin recibirles, ordena que el mayordomo de palacio, el conde de Rius, les anuncie que el bautizo se celebrará al día siguiente. Al conocerse los hechos en las Cortes, los parlamentarios, indignados, explotan en feroces críticas contra el rey, a los que el Gobierno, pese al agravio, en boca de Cristino Martos, trata de apaciguar.
Tras el bautizo, en el que la duquesa de Prim actúo como camarera de la reina se celebra el banquete. El rey y el presidente Zorrilla ocupan sus asientos uno junto al otro, se cruzan reproches y el rey, al parecer, dispuesto a no dejarse doblegar por voluntad que no sea la suya habla sobre su futuro en términos que Zorrilla no alcanza a comprender. La suerte del rey parece echada. Si durante dos años parecer haber ido a remolque de lo que los partidos decidían, también parece resolver que es hora de ser él quien decida su propio futuro. La ocasión se presenta enseguida, el asunto Hidalgo estalla ante el rey como artillería pesada, porque asunto de artilleros es.
Cuando el general Baltasar Hidalgo Quintana fue destinado como Capitán General con destino en Vitoria, el rechazo de los oficiales del cuerpo de Artillería fue unánime. Alegando enfermedad se negaron a presentarse ante el nuevo Capitán General. Su pasado en la cuartelada de San Gil de 1866 le marcó siempre. Responsable de la asonada, que fue sofocada y varios suboficiales fusilados, Hidalgo fue condenado a la pena de muerte. Huido y exiliado, con el triunfo de la revolución de septiembre regresó a España y fue rehabilitado, pero nunca aceptado por el cuerpo artillero.
El caso se fue complicando con el perseverante rechazo a Hidalgo en Vitoria y en su posterior destino en Cataluña, y el asunto por fin llega a las Cortes. Ante tan complicada situación y aprovechando la oposición el conflicto el Gobierno decide reorganizar el cuerpo de Artillería, presentando al rey el decreto de supresión del Cuerpo previamente votado favorablemente en la Cortes. Contrario, pero sin más remedio que acatar la decisión de las Cortes, Amadeo firma el decreto y anuncia su intención de abdicar. El martes 11 de febrero de 1873, entrega al presidente Ruiz Zorrilla su renuncia y la de sus hijos y sucesores a la Corona de España.
Ese mismo día la Asamblea nacida de la monarquía moría; y con su mismo cuerpo renacía como republicana. La mayoría de los ministros, también monárquicos ─sólo cuatro de ellos: Fernández de Córdoba, Beránguer, Echegaray y Becerra, se habían levantado como ministros al servicio de un rey y acostarían como ministros de la República─, renunciaron a sus cargos, pese al intento de Rivero, presidente del Congreso, de obligarles con autoritarismo inaceptable a mantener sus carteras. Cristino Martos, desde el banco azul le contestó: “No está bien, señores representantes de la Nación española, que, contra la voluntad de nadie, parezca que empiezan las formas de la tiranía el día que la monarquía acaba."Cristino Martos por Sorolla.
Museo de Bellas Artes de Valencia.