En las próximas elecciones israelíes veremos cumplirse los axiomas tradicionales que caracterizan convocatoria tras convocatoria la conformación de la Knesset (“Asamblea”).
El primero de ellos: el carácter anticipado de estas elecciones.
Benjamin Netanyahu (Likud) decidió convocar en diciembre comicios para el 17 de marzo de 2015 sin agotar una legislatura que debía haber durado hasta 2017. En esta ocasión fue la expulsión del gobierno de los ministros Yair Lapid (Yesh Atid) y Tzipi Livni (Hatnuah) por sus reiteradas discrepancias con la línea política del primer ministro lo que precipitó los acontecimientos. Como dato: diez de las dieciocho asambleas que por ahora se han conformado en Israel no completaron su ciclo previsto de cuatro años.
La gran fragmentación del parlamento.
Las encuestas más recientes bosquejan un parlamento con hasta 11 partidos en su seno y en el que las dos fuerzas más votadas quedan por sí solas a años luz de los 61 escaños que permiten franquear la mayoría en esta cámara, lo que a la postre hace obligatoria la formación de complejos pactos poselectorales en torno a bloques que garanticen una mínima gobernabilidad (muy mínima a tenor de lo dicho, ya que en ocasiones ha bastado que un pequeño partido se apartara del primer ministro para hacer caer el gobierno y forzar un adelanto).
El sistema electoral israelí con su característico distrito único y su baja barrera electoral -situada en el 3,25% tras una reforma en marzo de 2014 que la aumentaba desde el 2%- sugiere un escenario de práctica “proporcionalidad perfecta”, lo que resulta en un crisol de partidos.
La sensible elevación en la barrera electoral ha tenido dos consecuencias, una consumada y otra prevista:
- Por un lado, la formación de la “Lista Conjunta” entre distintas formaciones árabes ante el riesgo de que la fragmentación del voto y la nueva barrera electoral pudieran dejar fuera de la Asamblea a alguna de estas formaciones, perjudicando de este modo a la representación política de dicha minoría (el 20% de la población).
- Por otro lado: la presumible desaparición del centrista Kadima, partido escindido del Likud que llegó a los 29 escaños en 2006 (las primeras elecciones a las que concurría) y que en la actual asamblea cuenta tan sólo con 2 escaños.
Un rápido vistazo a la siguiente demoscopia del 13 de marzo -último día hábil para publicarlas según la ley israelí- nos muestra el colorido aspecto que podría tener la Knesset que salga de las elecciones del martes.
Otro de los rasgos característicos de la competencia electoral israelí –y como producto de todo lo anterior- es la política de bloques.
O lo que es lo mismo, la necesaria amalgama de partidos en torno a uno de los dos más votados y la búsqueda de pactos poselectorales. No debe pensarse que estas alianzas sigan estrictamente (al menos no siempre) los cleaveages izquierda-derecha o secularismo-confesionalismo, lo que provoca curiosas “compañías”, además de añadir aún más incertidumbre a la hora de hacer pronósticos y contribuir –un poco más- a la inestabilidad de los gobiernos.
En estas elecciones podemos identificar cuatro grandes bloques políticos
Esto no quiere decir que estos bloques constituyan coaliciones pre-electorales ni que todos estos partidos vayan a mantener necesariamente una unidad de acción a la hora de apoyar a un primer ministro tras los comicios, pero su agrupación por “afinidades” sí nos permite apreciar el equilibrio de fuerzas de cara a futuros pactos e intuir la tendencia, sobre todo si apreciamos y sumamos la secuencia completa de encuestas.
Las referidas tendencias nos hablan de un importante desgaste del premier Netanyahu y de una progresión alcista de la Unión Sionista, coalición centroizquierdista que figura en prácticamente todas las encuestas desde mediados de febrero como la fuerza con mejor perspectiva electoral.
Sin embargo, hay que ser cauto antes de hablar de “vuelco electoral” -si por tal entendemos la posibilidad de un cambio de “color” en la dirección del futuro gobierno- dado que el “bloque derechista”, hegemónico durante la última década y cada vez más escorado en sus posiciones, parece tener todavía margen suficiente para un pacto relativamente sencillo, toda vez que Naftali Bennet, fulgurante líder de “La Casa Judía” ya se ha mostrado dispuesto a integrar un futuro gobierno dirigido por Netanyahu.
Una de las causas del retroceso del Likud puede encontrarse, precisamente, en el avance de este partido de ideario radical, de bases fuertemente nacionalistas y discurso 100% pro-asentamientos, que guarda perfectamente el perfil del halcón sin concesiones respecto a la cuestión palestina (apoya por ejemplo la anexión de la llamada “Zona C” cisjordana y niega toda posibilidad a la solución de dos Estados y las mera negociación con la ANP). Tanto es así que hay quienes ven en Naftali Bennet al verdadero líder de la derecha, por encima de un Netanyahu cuya estrella política parece remitir.
Naturalmente, el primer ministro no ha asistido pasivamente a estos movimientos que podrían apuntar a un reordenamiento interno del espacio político conservador en el medio plazo, sino que ha tratado de tomar la iniciativa y reforzar su liderazgo nacional en esta campaña como mejor sabe, y como ya hizo la primera vez que se convirtió en primer ministro en mayo de 1996: con la agenda de la seguridad y evocando las amenazas a la existencia de Israel. Como un acto más de campaña (patrocinado, eso sí, por el Partido Republicano estadounidense) podemos considerar el controvertido discurso pronunciado ante el Capitolio, en el que condenó con toda la dureza que le permitía la cordial formalidad las negociaciones nucleares con Irán y en el que criticó a Barack Obama (medio centenar de Demócratas decidieron no asistir).
¿Hay mejor escenario para un primer ministro israelí en campaña deseoso de mostrar su versión más audaz y de demostrar su capacidad de “defender Israel” mejor que nadie, por encima de todo y de todos, y hasta por encima de las fundamentales relaciones con EE.UU que el que le brindó el speaker John Boehner?
A la postre, atendiendo a las encuestas publicadas en Israel en los días que siguieron al discurso, éste no tuvo un impacto verdaderamente significativo sobre las expectativas de voto.
Y es que, además de la securitaria, la palestina o la regional hay otras agendas por las que pelear en unas elecciones israelíes: como por ejemplo, la agenda socioeconómica.
En este terreno hay que traer al recuerdo las multitudinarias protestas de jóvenes “indignados” iniciadas en 2011 contra el gobierno de Netanyahu por el deterioro de los servicios públicos y el coste de la vida, así como la ausencia de soluciones a estos problemas por parte del gobierno en los años sucesivos. Estos asuntos son los que ha tratado de capitalizar la alianza de centroizquierda Unión Sionista, sobre todo entre el electorado joven que entiende la educación, la vivienda y el coste de la vida como asuntos centrales de campaña. En este segmento del electorado el centroizquierda recabaría un apoyo mayoritario.
La Unión Sionista (formada por los laboristas de Herzog y el partido Hatnuah de Tzipi Livni sólo dos días después de la disolución de la Knésset) apunta a convertirse en primera fuerza política, pero tendrá aritméticamente complicado presentar una alternativa a un nuevo gobierno Netanyahu. Al menos a priori.
Otro actor “a seguir” en estas elecciones será la Lista Conjunta que unifica por primera vez a varios partidos de la minoría árabe israelí. Con reivindicaciones claras respecto a Palestina (en torno a las fronteras de 1967), plantea además un programa social progresista y centrado en revertir la situación de discriminación que sufre esta comunidad dentro del Estado de Israel.
Será interesante comprobar si esta comunidad tradicionalmente desmovilizada desde el punto de vista electoral se activa ante la perspectiva que ofrecen la novedosa unidad de acción y los buenos resultados (persiste, no obstante, el llamamiento al boicot electoral que realizan algunos grupos y movimientos sociales árabes para evitar la legitimación de los procesos). Uno de los motivos por los que la comunidad árabe israelí presenta tan bajos índices de participación electoral es la irrelevancia percibida de su representación parlamentaria, algo que podría cambiar el martes. ¿Será un partido de mayoría árabe el que marque la diferencia en estas elecciones israelíes? No se descarta a priori apoyar un gobierno encabezado por el laborista Herzog si con eso se bloquea un nuevo gabinete Netanyahu.
Por su parte, no todos los líderes ultraortodoxos parecen dispuestos a prestar su apoyo a un posible gobierno Netanyahu (tras la agria polémica a causa de ley de reclutamiento militar) pero sí lo está, por ejemplo, el partido Shas (Guardianes de la Torá), a condición de que se suavice esta legislación y se mantengan los privilegios de la comunidad. En un escenario tan ajustado cualquier apoyo será importante.
Conclusión:
En resumen, en las próximas elecciones israelíes habrá un poco de lo de siempre (fragmentación del arco parlamentario, negociaciones poselectorales, política de bloques…) pero diferente.
Lo diferente viene dado primeramente por la previsible ventaja del centroizquierda tras muchos años, el posible comienzo de la reordenación política en el campo de la derecha en detrimento del Likud, el mal momento del otrora rutilante Netanyahu y el interesante papel que podría estar reservado a los representantes de la minoría