La derecha, en cambio, tras participar en esas mismas elecciones, salió de ellas traumáticamente desorientada y dividida, sin saber qué rostro, entre los que se oculta, corresponde a su verdadera identidad: la liberal, la conservadora o la de extrema derecha. Incluso en lo económico manifiestan preferencias o prioridades distintas, puesto que una derecha aspira al Estado mínimo de los neoliberales: otra, aislacionista, sueña con volver a una economía centralizada y autárquica; y una tercera, tradicionalista, siempre está dispuesta a proteger la libertad del mercado (mercado eficiente) en detrimento del interés general. Unas y otras, aunque con genes comunes, fracturan su ideario en función de objetivos inmediatos o sectarios. Así, acabaron acusándose mutuamente de provocar la debilidad que les afecta a todas y que las incapacita para gobernar por mor de una fragmentación ideológica o, mejor, táctica, electoralista. Tal es, en resumen, la excusa que esgrime, ahora, el gran partido conservador español, el Partido Popular, que agrupaba en su seno al conjunto de la derecha nacional -desde la de centro hasta la ultra derecha-, con ocasión de la derrota estrepitosa que ha cosechado en las pasadas elecciones, en las que ha quedado reducido casi a la marginalidad. La derecha ha salido de esas elecciones desorientada y mortalmente dividida en tres facciones. Y -divide y vencerás- no sumaron, sino que se restaron votos entre ellas. ¿Qué imagen prevalece en el electorado: la ultramontana y retrógrada, la tradicional y conservadora o la ubicada en el centro y liberal? Cuesta trabajo saberlo, pues sus modelos sociales y económicos difieren en gran medida, aunque compartan lo sustancial: menos igualdad, menos Estado y más libertad, sobre todo de mercado.
No hay que olvidar que con cada modelo económico emerge un tipo de sociedad. Y las derechas pretendieron, como se empeña la nueva derecha ultranacionalista en Europa y América, estigmatizar y liquidar el modelo “socialista” de sociedad que propugna la izquierda que se reconoce socialdemócrata. De ahí que su objetivo fuera “echar a Sánchez” del Gobierno, acusándolo de “traidor” a España por dialogar con los independentistas y de “despilfarrador” por revertir las medidas de austeridad que impusieron los gobiernos anteriores de derechas. Cree la derecha que sus axiomas económicos son dogmas irrefutables: bajada de impuestos, mercados libres desrregulados y nada de gasto social puesto que el hombre es libre de labrar su destino sin ayuda del Estado. Un modelo económico del que deriva un orden moral y social: el derecho “divino” a la propiedad privada, la familia tradicional como núcleo de la sociedad y una idea de España en la que no cabe ni la diversidad y el pluralismo, ni la igualdad de la mujer y la liberación de costumbres, ni la solidaridad con propios (Estado del bienestar) y extraños (política de inmigración respetuosa con los Derechos Humanos). Todo ello se dilucidaba en esas elecciones.
La derecha, en cambio, erró el tiro. Disparó contra ella misma y personalizó el enemigo en el presidente del Gobierno. Corta de miras, centró sus ataques en el conflicto independentista (controlado política y judicialmente), la inmigración (también controlada, a pesar de sus repuntes) y en el supuesto “despilfarro” de la izquierda en gasto social (el mayor gasto ha sido el rescate del sistema financiero y la “nacionalización” de pérdidas en sectores económicos privatizados). Incluso, en combatir el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, de carácter estatal y que en ocho años de gobiernos de Mariano Rajoy no tuvo tiempo de suprimir, para exigir que quede exento hasta el 99 por ciento en herencias inferiores al millón de euros, algo que al parecer creían de general preocupación. A ello añadió, como diana para sus ataques, el aborto, la educación concertada y la Memoria Histórica en un batiburrillo de “ofensas” que todo buen patriota, como sólo ella sabe representar, ha de confrontar para erradicar del mapa.