Estamos en plena resaca pos-electoral, algo que era perfectamente previsible. Es entre patético y divertido, el arte del decir “diego” donde dije “digo” que algunos partidos que se proponen a sí mismos como respetables están llevando a cabo para tocar poder o, lo que es más preocupante, para terminar de fastidiar al contrario objeto de sus inquinas. Y digo preocupante porque ya sabemos que parte del problema de la política española ese cainismo que ha acabado en violencia en el pasado y al que no quisiéramos volver de ninguna de las maneras. Sería tremendamente deseable una forma de ejercer la política basada en la razón y la búsqueda del interés común por encima del propio y personal. Una actitud que no se basara en el “cuando peor vaya el que gobierna mejor para mí que quiero gobernar” porque eso supone daño para el país y sus ciudadanos. También sería deseable no jugar con conceptos que han de estar claros desde el principio, tipo sólo hay democracia cuando gobiernan los míos o ahora que hemos ganado nosotros ha llegado la verdadera democracia. Cosas que recuerdan a aquellas repúblicas “democráticas” de los países del Este en los que sólo había un partido que ganaba siempre con el 100% de los votos y los votantes, regímenes que se vendían como la verdadera democracia que occidente no entendía.
Y estoy hablando de esto a lo que asisto desde cierta actitud de lejano estupor. Me siento culpable de que no me importen más los juegos de los partidos, los “institucionales” y los neopopulistas que tantos días de escuchar bobadas imposibles y venta de unicornios nos han prometido. Pero es que ya no resisto tanta estulticia y frase hueca, tanta venta de humo y esa incapacidad para aprender de experiencias precedentes o ajenas que hace que repitan una y otra vez lo que nos llevó al desastre esperando un resultado diferente.
Lo que recientemente me ronda los pensamientos y la oración es una frase que había leído en los testimonios de los cristianos perseguidos de oriente y que nuestro obispo citó en la homilía del domingo de Pentecostés. Viene a decir uno de ellos que las persecuciones que están sufriendo les ha quitado todo y amenaza con quitarles la vida, pero no han podido quitarles a Dios. La clave la explicaba monseñor Amel Nona (ex-arzobispo de Mosul, Iraq): «Porque todos nosotros debemos morir, si no es hoy, es pasado mañana. El problema no es morir, el problema es cómo vivir el hoy». Dicho testimonio me ha provocado una reflexión sobre la importancia de que mis creencias y mi fe estén realmente fundadas o fundamentadas. Demasiadas veces me encuentro con personas que dicen que “perdieron” la fe por una mala experiencia, un problema personal o familiar, una enfermedad de alguien cercano, una muerte. Y continuamente me cuestiona si esa fe perdida era algo serio o un mero barniz que no resistió las pruebas de la vida. Personas sometidas a pruebas límite, a sufrimientos insospechados nos han dado testimonio que las creencias, la fe, si es auténtica, capacita para afrontar esas experiencias. Recuerdo a Victor Frankl o Primo Levi y su experiencia en los campos de concentración, Ana Frank la autora de los diarios y tantos otros en la historia de la fe de la Iglesia. Están ahí para iluminarnos el camino, para mostrarnos que es posible vivir cada día y su afán de otra manera, desde lo profundo, desde una coherencia interior que da sentido a lo que hacemos e interpreta lo que nos acontece. Desde una fortaleza interior que no depende del ruido ambiente. Y todo esto depende de una elección personal, elijo la confianza contra la desconfianza, la esperanza contra la desesperanza y eso me hace capaz de intentar amar como he sido amado por quien me conoce de veras, al fin y al cabo su sangre me limpió y me lleno de esa esperanza tan necesaria. Él confió en mí y ahora sólo tengo que descubrir porqué con mi vida.
Un saludo y vivan en lo profundo, es la gran aventura que esperan tener aunque aún no lo hayan descubierto.