Desde la restauración de la democracia, que reconoció nuestras libertades y, con ellas, a los partidos políticos y la periódica consulta cuatrienal de la voluntad popular expresada en votos, nunca se había vivido en España, si exceptuamos la Transición y la intentona golpista de Tejero, un período de tanta convulsión política y debilidad gubernamental como el de los últimos cuatro años. Un período que bien podría calificarse de cuatrienio negro de la democracia española por su inestabilidad política, indignación social, fragmentación ideológica y vaivenes gubernamentales, en el contexto de crisis económica que nos golpeó de lleno, unas fortísimas medidas de austeridad que empobrecieron a buena parte de la población, el conflicto independentista en Cataluña y su pulso a la legalidad constitucional, la corrupción política e institucional, con la guinda de la condena al Partido Popular (PP) por el caso Gürtel, y la aparición de nuevas formaciones políticas cuya presencia en el Parlamento liquidó la vieja alternancia bipartidista a que estábamos acostumbrados.
Y es que del “polvo” de la X legislatura (2011-2015), la del primer Gobierno del PP de Mariano Rajoy caracterizado por los recortes, reformas laborales que podaron derechos de los trabajadores, educativas que adoctrinaron la enseñanza, y sociales que limitaron libertades y prestaciones públicas (en sanidad, farmacia, pensiones, becas, dependencia, intento de restringir el aborto, ley mordaza, etc.), junto al rescate de la banca, la abdicación del rey por sus escándalos personales (cacería en África y “amiga” íntima) y aquel sarampión de indignación popular del 15-M (mayo 2012) que ponía en cuestión una política percibida a espaldas de los ciudadanos (cada día se conocían nuevos casos de corrupción), procede en parte el “lodazal” que actualmente nos anega hasta las cejas.
Se acumula tanto “fango” que, al cabo de sólo un año, cuando se conoce la sentencia judicial que culpabiliza al PP como partícipe lucrativo por financiación ilegal en la trama Gürtel, una moción de censura, presentada por los socialistas y apoyada por toda la izquierda parlamentaria, incluida la independentista y la nacionalista, tiene éxito por primera vez en democracia y logra desalojar al PP del Gobierno, permitiendo que el PSOE acceda al Ejecutivo justamente cuando menos representación ostenta en la Cámara Baja (84 diputados). Pedro Sánchez, líder del PSOE, forma un Gobierno minoritario de izquierdas que sucede a otro de derechas, también en minoría. Es la constatación de que las mayorías absolutas u holgadas del antiguo bipartidismo quedan descartadas a causa del “barro” que mancha la credibilidad de las siglas políticas, provocando la desconfianza y la atomización ideológica de los ciudadanos. Y con razón.
Las grietas, pues, por las que se colaron el barrizal del descontento y el enfrentamiento son enormes. Ellas han facilitado que la confrontación política y la polarización ideológica chapoteen en el “fango” surgido del “polvo” acumulado desde hace cuatro años, posibilitando la eclosión social e institucional de la extrema derecha, una derecha radicalmente racista, xenófoba, machista, misógina, nacionalcatólica e inconstitucional de la que creíamos estar a salvo por ser residual y quedar constreñida en la militancia rancia y facha del PP. Pero que en Andalucía se independiza del partido maternal, izando la bandera del descontento popular con los independentistas, los inmigrantes, la globalización económica y el empobrecimiento que nos trajo la austeridad, y accede por primera vez, en democracia, a las instituciones (Parlamento) como grupo político que tiene la llave para que cuaje, también por primera vez, una alternativa de derechas al sempiterno gobierno socialista andaluz. Gracias al apoyo parlamentario de Vox (extrema derecha), Partido Popular y Ciudadanos asumen el gobierno de la Junta de Andalucía después de 37 años de monopolio gubernamental del PSOE.
Este electoralismo de trincheras, vociferante y aturdidor, puede acabar con la paciencia de los ciudadanos, a quienes se recurre cada vez con más frecuencia cuando los políticos son incapaces de consensuar soluciones a los problemas que preocupan a los españoles, echándolos en brazos de los populismos de uno y otro signo, cuando no en los de la desafección y la frustración. Tras un cuatrienio negroque ha enfangado la política y la convivencia pacífica en España, todavía puede ocurrir que, después de tanta concentración electoral en esta primavera, la situación se mantenga tan sucia y embrollada como al principio. Que la crispación y los insultos continúen en los modos y en el vocabulario de los políticos. Si no fuera una situación tan peligrosa, sería para dejarlos a todos chapoteando en el fango. Pero nos salpican y ensucian, nos contagian de su sectarismo y estrechez de miras. ¿Dejaremos que sigan embarrándonos?