Intentar acercarse a los mitos tiene algunas consecuencias y la más previsible es que provoque un aumento de la extensión del comentario tanto por la riqueza de conceptos generados por el mito cuanto por la dificultad de aplicar la brevedad que forzosamente implica dejar en el tintero alguna idea, sea buena o mala.
Pero hoy es el cumpleaños de este bloc de notas nacido en 2007 y consciente que no habrá tarta con velas a soplar permítanme los amables lectores que me extienda un poco más de lo habitual ya que vamos a detenernos, ustedes y yo, en el mito de Electra nacido en los tiempos de la Grecia clásica, casi medio siglo antes de que empezáramos a contar los años de la misma forma en occidente, cuando en los hemiciclos pétreos se escuchaban las primeras tragedias que siguen marcando la condición humana.
Los mitos griegos son una fuente inagotable de inspiración para los dramaturgos que fundaron el arte de la palabra recitada y, naturalmente, hay más versiones del mito de Electra, entre ellas la de Eurípides que para algunos es anterior y para otros posterior a la de Sófocles, pero nos detendremos un momento en la de Sófocles porque, simplemente, me gusta más su forma de escribir o, para decirlo con propiedad, por la calidad de las traducciones que me han llegado, porque por desgracia no estudié griego en mi lejana juventud y he de fiarme de los traductores, que suelen ser buenos.
La Electra de Sófocles se lee de un tirón aunque no seas amante de los textos dramáticos ni modernos ni clásicos, porque tiene un formato muy ágil y tan sólo se apoya momentáneamente en la figura de los coros tan habitual en el teatro trágico clásico al punto que incluso en alguna pieza de Shakespeare hemos visto ese recurso narrativo.
Esta Electra de hace casi 2.500 años es lo que ahora gentes de poca letra y escaso intelecto vendrían en llamar "una mujer empoderada" porque mantiene a toda costa el ansia de venganza contra su propia madre a la que desprecia acusándola de la muerte de su padre que ella aduce como fleco de la infidelidad conyugal mientras que Clitemnestra impartió su propia justicia sobre Agamenón porque sacrificó a Ifigenia, también conocida como Ifianasia, para complacer a los dioses antes de su partida a la guerra de Troya. Clitemnestra esperó durante diez años a que su esposo volviera (con una amante y dos hijos) para arreglar cuentas sirviéndose de su amante como brazo ejecutor: ello era conocido por el público de la época (a lo que se intuye, bastante culto) y no hace falta que Sófocles se extienda en explicaciones y tan sólo se detiene en la descripción que el desconocido Pedagogo le hace a Clitemnestra de cómo llegó a morir su hijo Orestes, en una competición de cuadrigas que a cualquier cinéfilo le trasladará inmediatamente a la celebérrima secuencia de Ben-Hur, ante el horror de Electra, que confiaba en el retorno de su hermano para que fuese el brazo ejecutor de su venganza, de su justicia particular.
Siendo lo cierto que Orestes se ha valido del convincente lenguaraz Pedagogo para poder acercarse a su madre y llevar a cabo sus propios designios de venganza, su llegada al palacio sorprende y colma de felicidad de Electra, quien con apasionado verbo le convence para que ejecute a su común madre y al amante de ésta por adúlteros y asesinos.
En la pieza de Sófocles todo gira en torno a la figura de Electra capaz de rechazar las ventajas de ser considerada princesa por no querer convivir con su madre y su amante; Electra lamenta la muerte del amado padre y la falta del querido hermano que hurtó a las manos asesinas de Egisto y contra la postura más complaciente de su hermana pequeña Crisótemis, rechaza la posibilidad de contraer matrimonio y tener hijos formando una familia porque se siente atada a su difunto padre y a su ausente hermano, Orestes, cuyo retorno espera ansiosa, rechazando cualquier otra posibilidad. Electra se mantiene firme en su decisión y espera sin temer represalias que podrían ser mortales.
No pasa inadvertida la complejidad de los sentimientos de Electra hacia su padre, apuntados más someramente que los que tiene hacia su hermano, también muy interesantes e igualmente subdesarrollados por Sófocles en una tragedia clásica que ocupa menos de noventa páginas y permanece como un hito de la dramaturgia occidental.
La carga anticlerical orquestada por Galdós en su comedia dramática a lo largo de cinco actos le propició una escandalosa división entre partidarios y adversarios, estos lo bastante poderosos y bien organizados como para impedir que el nobel fuese a para a sus manos al desprestigiarlo con malas artes en ámbitos internacionales.
La pieza dramática de Galdós permanece como una rareza anecdótica para este comentarista, declarado teatrero que, habiendo disfrutado muchísimo viendo a primeros de los setenta del siglo pasado la traslación que de su novela Misericordia hizo Alfredo Mañas con la impresionante actuación de María Fernanda D'Ocón y José Bódalo, esperaba un texto trufado de diálogos mejores de lo que se puede leer, quizás porque en Misericordia el lenguaje es de pobres y en Electra pretende ser de la clase alta madrileña y resulta almibarado, melifluo y falto de energía, y las situaciones casi que increíbles, aunque si uno se traslada a la época de su estreno se comprende el ruido que causó en la sociedad española. Bien cierto es, también, que escribir teatro no es lo mismo que escribir novela y que la maestría en un género no implica facilidad de obtener éxito en otro y si no, que se lo pregunten a Cervantes o a Beethoven.
A diferencia de Galdós, O'Neill sí guarda buena parte de la idea inicial que hallamos en Sófocles y no tan sólo eso: la amplía, la enriquece y la aprovecha para, en su acostumbrada idea de ligar dramaturgia con crítica social, dar unos cuantos palos. No tan severos como los que propina Galdós, es cierto, pero palos al fin y al cabo que se entienden perfectamente al leer su texto que, debido a los intereses ideológicos del autor, se extiende en forma de una larga trilogía que fácilmente ocupa una representación de algo más de cinco horas contando los intermedios, aspecto ése que lógicamente asusta a cualquier productor teatral y que posiblemente sea la razón que esta obra de O'Neill tan sólo se haya representado en Broadway en tres ocasiones que estén registradas en la base de datos de ibdb.
No fue fácil para mí hacerme con esta tragedia de O'Neill, pues su última traducción hallable data de 1952 y se realizó en Argentina, en una gloriosa recopilación de nueve dramas que por suerte compré en el mercado nacional de coleccionista y a un vendedor relativamente cercano: dos volúmenes que iré leyendo poco a poco, conforme vaya encontrando las películas que van ligadas a esas obras, porque O'Neill es un autor que ha sido y es, todavía, prolíficamente llevado a las pantallas, a veces grandes, a veces chicas. Lo apunto no por presumir, que también, sino porque, de estar interesados, ya vale que tomen paciencia: de hecho en alguna biblioteca pública dicen tenerlas.
La disposición de trilogía de esta tragedia quizás obedece a una idea que rondó en la mente de O'Neill en otra pieza que nunca vió la luz, compuesta de siete sub piezas o capítulos: cada parte podría perfectamente ser representada como función única que sería seguida por la subsiguiente en el relato trágico y así en tres representaciones distintas pero unidas por la misma trama.
Esta idea se me ocurre cuando compruebo que ya desde antes de empezar a leer la tragedia su descripción escénica huele más a cine que a teatro por la exageración de detalles que aporta el dramaturgo, aspecto que ya remarqué anteriormente y que no suele ser habitual ni mucho menos en la literatura teatral: esa minuciosidad que se observa en la descripción inicial requeriría bien un estudio cinematográfico bien un teatro grande y con gran presupuesto, pero es que luego, leyendo los diálogos, hay insertos trufados de indicaciones que no sorprenderían en un guión cinematográfico bien confeccionado, pero sin duda sí resultan extraordinarios en una pieza teatral por bien escrita que esté y ésta, como todas las de O'Neill, es una maravilla leerla. Una verdadera gozada.
No voy a relatar con detalle los aspectos de la trama trágica escrita por O'Neill porque luego me referiré -al fin y al cabo éste es un bloc de notas cinéfilas- a la única película que la ha llevado al cine y no quisiera plantar chivatazos a los amables lectores que hayan resistido hasta aquí, pero baste apuntar que O'Neill se apoya en lo básico de la Electra mitológica tanto en los sucesos como en los caracteres con la particularidad que exacerba discretamente los sentimientos de los jóvenes protagonistas al punto que hablar de síndromes mitológicos no está ni mucho menos fuera de lugar: bien al contrario, me parece explícito, como también resulta evidente la acerada crítica a un modelo de sociedad que era dominante a mediados del siglo XIX y que en 1931 no había sido modificado tanto como O'Neill evidentemente deseaba, así que esta traslación del mito de Electra resulta modélica y ciertamente me parece que no ha perdido vigencia, porque los ajustes sobre el clásico se acomodan en pocos milímetros y la crítica de los aspectos sociales apenas ha variado desde hace noventa años, por desgracia.
Esta magnífica pieza teatral fue representada muy bien a mediados del siglo pasado en España y yo era demasiado pequeño para haber tenido ocasión de disfrutarla, como sí hicieron mis padres (y lo tuve que escuchar a lo largo de varios años) y luego hubo otra versión con un reparto ya no tan atractivo: enfrentarse a los textos de O'Neill no está al alcance de cualquiera y esta pieza en particular, debido a su duración, está reservada sólo a artistas de primer nivel y ahora mismo no los tenemos disponibles, por desgracia. Ni aquí ni en los USA, donde tampoco la representan.
Rosalind Russell literalmente persiguió a Dudley Nichols para conseguir que el magnífico guionista y ocasional director le adjudicara el papel protagonista de la película Sister Kenny que era un biopic de una enfermera que ayudó a muchos enfermos de poliomelitis: a Rosalind la nominaron al oscar a la mejor actriz, pero ella quería interpretar a aquélla enfermera porque un sobrino suyo logró superar la polio siguiendo las recomendaciones. Dudley Nichols le hizo prometer a Rosalind Russell que participaría en su siguiente película y que probablemente sería una traslación de la ya célebre tragedia de O'Neil, Mourning becomes Electra.
Dudley tiene, en este empeño, una gran ventaja: los diálogos brillantes, tensos de emociones, pasiones y sentimientos, los escribió O'Neill y no se pueden mejorar ni falta que hace intentarlo; las descripciones de los escenarios, están minuciosamente detalladas en la tragedia; algunos movimientos de los personajes, también están muy bien expuestos y relatados por O'Neill. Sólo tiene que decidir lo que deja fuera para aligerar el metraje. Y decidir si rueda en color o en blanco y negro. Y los story board, los emplazamientos de cámara y sus movimientos, travellins, grúas.
Y se equivoca: bastante. Vayamos por lo fácil: la película debería ser en color. O'Neill remarca la diferencia de estado de ánimo entre madre e hija apuntando que Christine luce un espléndido vestido de seda verde mientras su hija Lavinia se viste con ropas oscuras y tristes. La blancura de la mansión Mannon refuerza la sensación que es un mausoleo, un túmulo, y ello se pierde en un blanco y negro que además es adocenado, nada expresionista.
Comete un grave error de reparto de intérpretes: ahí hace falta una Lavinia más joven y despachar bien a Rosalind bien a Katina y también enviar a Michael Redgrave a casa porque con 39 años tampoco da el pego de jovencillo incorporado a filas casi que de casualidad y sus tembleques y temores resultan un tanto difíciles de creer para un tipo hecho y derecho y de 1,90m bien fornidos. Tampoco es ideal el concurso de un casi novato Kirk Douglas como petimetre enamorado desde la infancia de Lavinia porque,con nueve años menos, resulta difícil que jugasen a nada en su infancia respectiva.
Lo peor, lo más lamentable, es que todos esos intérpretes cumplen a la perfección con sus roles, pero hay algo que resulta quebradizo, una sensación de irrealidad incrementada por un tratamiento visual que no consigue evitar la sensación que estamos en lo que en España conocimos en tiempos mejores (cuando TVE se gastaba los dineros públicos en ofrecer cultura teatral de primer nivel) como "Estudio 1" que era teatro bueno bien representado y bien filmado, pero teatro al fin y al cabo.
Así que la pretensión de Dudley de hacer una película sobra la magna obra de O'Neill se queda a medias: eso sí los que somos teatreros olvidaremos por dos horas y tres cuartos que somos cinéfilos y nos refocilaremos con unos textos magníficos y unas actuaciones memorables y sólo lamentaremos, como puede ocurrir en el teatro, que en vez de esta sentados en la mejor fila cinco, estamos sentados en primera fila, donde ves volar los esputos que los esforzados intérpretes sueltan ocasionalmente mientras te deleitan con una vocalización, dicción y declamación alucinantes.
Hay que suponer que a la hora de elegir qué partes eliminar del texto original Dudley, sagaz guionista acostumbrado a lidiar con los censores, ya sabía que las partes que repartían collejas a la sociedad no hacía falta conservarlas porque iban a ser motivo de tachaduras y así, una vez más, el contenido social deseado por O'Neill se iba al garete. O quizás Dudley sí dejó buena parte de esas puyas para conseguir que las indisimuladas flechas que dirigen el intelecto del respetable a cuestiones tan complicadas como ardorosas como el incesto de toda clase pudieran colar sin que la censura tomara nota.
En resumen: vean esa película de Nichols con unos intérpretes magníficos como si viesen un fantástico Estudio 1 y piensen en cual sería su decisión ante la oportunidad de ver una película de cinco horas (o cuatro) que sea una digna traslación de la obra de O'Neill. Y si tienen oportunidad, no dejen de leer las obras de teatro mencionadas. No se arrepentirán.