Como muchos de ustedes, yo fui educado en la doctrina católica. Se me enseñó que el ejemplo supremo era Jesucristo, que había realizado el supremo sacrificio en bien de los hombres. Continuamente nos repetían que esta vida no era sino un simulacro, una prueba en la que éramos continuamente juzgados en pos de merecer una vida eterna después de la muerte. Luego uno se fijaba en la realidad del catolicismo y llegaba a la conclusión de que, para muchos, lo verdaderamente importaba en esta organización era lo mismo que en todas las demás: adquirir prestigio y llevar una vida buena (lo cual no quería decir exactamente lo mismo que santa). En realidad, lo que se da principalmente en la tierra donde vivo es una especie de costumbrismo teñido de superstición. La gente ama su semana santa, le encanta ver toda la pompa de las salidas procesionales, jamás dejaría a un hijo sin bautizar ni dejaría de exhibirlo en esa risible ceremonia que se llama comunión y que consiste en exhibir al hijo vestido de marinero, almirante o novia prematura, según los casos y luego ofrecer un suculento banquete para celebrar, no un sacramento, sino un acto social, puesto que, en la mayoría de los casos, ni el niño ni el resto de la familia volverán a pisar una iglesia, a no ser que tengan que cumplir con otro acto social de similares características.
Pero no todo es así, por supuesto. Existe gente que realmente son tan locos como para tomar el mensaje evangélico al pie de la letra y sacrifican sus vidas y haciendas en pos de ayudar a esos estratos de la sociedad que no son invisibles, pero casi, porque nadie quiere verlos ni tener trato con ellos, mientras sus jefes se dedican a hacer negocios y a tapar escándalos. "Elefante blanco" retrata la vida de unos pocos de estos locos, que dedican su existencia a intentar otorgar algo de dignidad a los habitantes de uno de los peores suburbios de Buenos Aires. Su tarea es como la de Sísifo, porque a cualquier logro le sucede alguna desgracia que deja las cosas aún peor. A la indiferencia de las autoridades se suma la de su obispo, que se ve que tolera, pero se siente incómodo en presencia de estos radicales que tan a pecho se toman el mensaje evangélico, pero su mayor dificultad reside en que el barrio es un foco de criminalidad del narcotráfico y hay mucha gente que prefiere los muy reales y esporádicos paraísos artificiales que ofrece el paco (como se le llama al crack en Argentina) antes que el abstracto paraíso que promete la iglesia católica. Aún así, jamás cejan en su empeño estos verdaderos santos, poseedores de la paciencia del santo Job, pero que también tienen debilidades humanas y se pueden ser arrastrados, en compensación por sus sacrificios, por alguno de los pecados capitales: la lujuria y la ira.
Pablo Trapero ha construido una película valiente, que concede poco espacio a la esperanza y se ha apoyado inteligentemente en el formidable trabajo del gran Ricardo Darín. Si hay que poner un pero a esta historia es que el guión se encuentra ciertamente deshilvanado: al espectador no se le ofrece información suficiente sobre ciertas tramas, que se abandonan sin ofrecer demasiadas explicaciones. Tampoco se sabe mucho de algunas acciones del pasado de los protagonistas, que pueden tener mucha importancia para aclarar su forma de actuar. En cualquier caso, una propuesta muy interesante la de Trapero y que cuenta con fuerza suficiente como para atrapar al espectador, a pesar de que éste va a salir del cine con muchas preguntas en la cabeza, aunque sí le va a quedar claro que vivimos en un mundo sin esperanza, a pesar del esfuerzo de unos pocos.