Esta concatenación de hechos inservibles que a nadie importan son en mi vida un escollo insalvable y desestabilizánte. Lo son porque no entiendo, desde mi absoluta ignorancia, como es posible que alguien pueda perderse un momento como ese. Cuando nació mi hijo yo si estaba. Y no creo que hubiese muchas cosas que me hubiesen impedido estar en ese instante y ver la expresión de total desconsuelo y frustración de mi hijo al nacer; "Para esto me habéis sacado?...para morar con los demás en este lugar frío, incomodo e insoportable?.... ¿Por qué!?".
No me lo habría perdido por nada del mundo.
Claro que mi padre tiene excusa. La misma que el resto de su generación, heredera directa de una sinrazón llamada dictadura franquista, que defendía como notable que un padre debía ignorar por encima de todo de cualquier rudimento relacionado con la procreación salvo "hacer hijos". Y en esa tesitura, hacerse cargo de ellos; de su manutención, su educación y poco más. Lo de los sentimientos lo dejamos mejor para gente más preparada, ya sabéis, actores, psicólogos y gentes de esas de hablar mucho y decir poco. Mi padre y gran parte de su generación vinieron a este mundo a sufrir, a trabajar y a quejarse poco o nada. Así es el, al menos.
El día que nací mi padre estaba a unos cientos de kilometros levantando pilares de autopista. Para cuando llegó, días después, ya estaba todo el pescado vendido. En cambio, cuando nació mi hermana vino a recogerme al colegio. Era un martes por la tarde, "Nació tu hermana. Ven a conocerla". Tenía siete años. Mi madre cuenta que a mi padre se le escapó una lagrimilla al saber del nacimiento de su niña. Lógico.
Desde ese momento e incluso antes, la relación entre mi padre y yo ha sido más bien escasa. Somos extremadamente parecidos en bastantes cosas: tercos, viscerales, enérgicos y poco amigos de dar nuestro brazo a torcer. El es infinitamente más listo que yo, un tipo hábil, leal, muy profesional y duro. De trato directo, pero amable. Yo (no seré quien me describa) soy, según me cuentan, más cercano y abierto. Se escuchar pero más bien hablo por los codos. Soy honesto y trato de no ser aborrecible y... a veces lo consigo. Pero nunca, jamas, seré ni una pizca de lo fuerte que mi padre ha sido. Nunca tendré su coraje y su valentía y, por supuesto, tampoco su disciplina. Pero claro... tampoco seré tan inflexible, tan seco y tan arisco en el trato cercano como lo es el. Y no tengo demasiados problemas en mostrarle mi amor a mi hijo, como el si tuvo y tendrá, porque se lo marcaron a fuego. A toda su generación. Los sentimientos en público son cosa de "maricones" y "nenazas". Y punto. Ni besos ni lágrimas.
En aquel tiempo, hace más de 30 años, en el río se daban con profusión peces de desembocadura. Así a la trucha arcoriris (presente por la existencia de una piscifactoría cercana) se unen los robalos, los "muxos" (mujol, en castellano) y alguna anguila. Ahí pescamos durante años y aquella tarde fue allí, en un recodo del río, justo antes de que se una con el mar, donde plantamos la caña.
Esta actividad tenía una parafernalia. Había que ir a por "miñoca", lombrices de tierra sacadas de nuestro terreno que usábamos aún vivas. Había que cebar el anzuelo y lanzarlo al río y esperar.
Y, aunque lo de esperar nunca ha sido mi fuerte, recuerdo que aquella tarde esperé. Y mientras esperaba vi a aquel hombre, que por aquel entonces tendría unos 32 años, y pensé: ..."este es mi padre". Y no creo que lo hubiese pensado hasta entonces porque para mi aquel hombre era solo un hombre. El hombre de las broncas, el de la severidad, el que me gritaba y amenazaba cuando no me portaba como el consideraba que debía portarme. El hombre hosco y rudo totalmente aplastado por la vida que le había tocado a alguien que, menos que nadie, debió nunca tener una obligación familiar. Un hombre de mar encallado en tierra, un artista con las manos, con una visión para la belleza estética, particularmente la pintura, digna de mención. Ese hombre condenado a jornadas interminables en una fabrica, trabajando como electricista y soldador cuando lo suyo siempre fue la madera.
Puerta de su garaje, pintada por el.
Ese hombre tan exigente consigo mismo y con los demás, de trato tan difícil para los suyos en ocasiones, ese, por un breve instante a la orilla de un río gallego lleno de peces y libertad, ese.... era mi padre. Lo era y lo es, porque este texto es la elegía de ese instante, no la de mi padre que sigue dando voces y discutiendo. Es el recuerdo amable de una tarde sin violencia verbal, sin reproches y sin ansiedad. Una tarde tan excepcional como para que la recuerde más de 30 años después. Ojalá yo tenga algún día una tarde como esa con mi hijo, con o sin río, con o sin cañas de pescar.Más de 30 años después ignoro la razón para que me sienta así (bueno, no la ignoro, pero querría ignorarla) y me siento cada vez más inútil. Soy amante esposo y padre devoto y, aún así, no siento que esté ni a kilómetros de la talla personal de mi padre. Siento una profunda frustración y desvarío como hoy, pero no creo, honestamente, que tenga mucho sentido nada de todo lo que hacemos, lo que yo hago, para mantenerme a flote como persona y como individuo que lucha por continuar....y nada más. Me come la ansiedad y la amargura y, quizá por ello, a falta de siete días para mi 43 cumpleaños, sigo ignorando a que carajo vine yo aquí. Nada me llena, nada me reconforta y sin embargo sigo, avanzo, aunque no sepa ni a donde ni porqué.
Ojalá vea pronto la orilla del río para desplegar mi cañita de color rojo y tratar de pescar una trucha o algo así. Sería una hermosa manera de pasar la tarde.