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José Lorente.
Como la vez que se detuvo delante de un pino, a oler su aroma, a sentir su presencia, a disfrutar su sombra. Esa vez no tuvo por qué ocultarse del mundo, el mundo la miraba de cerca, arañando sus recuerdos como paloma surca el aire. No sabía cómo, el sol no había salido ese día, pero sus cabellos se fundían en las sombras coníferas. Supo que era objeto del deseo universal de amar, del amor a las cosas, a los árboles, a la hierba. Un remolino de sentimientos hondos que se erguían despacio, en armonía y calma. Viajó por las nubes, surcó los cielos y mares. Vivió momentos de grandeza inigualable. Hasta que llegó a un llano donde el suelo era firme, pero estaba empapado por la lluvia que terminaba de caer. Allí construyó su nueva casa; fundó un poblado y llenó el llano de vida. Años después, un precioso bosque de ceibas petandras reinaba en aquel lugar antes desierto.