En alguna ocasión ha sido la portada lo que me ha decidido por uno y no por el de al lado: los de Impedimenta suelen ser muy elegantes y también son muy atractivas las cubiertas de los de Javier Marías en Alfaguara (creo que el propio autor colabora de alguna manera en su diseño); del mismo modo ciertas portadas no invitan precisamente a leer: o su monotonía provoca aburrimiento antes de empezar o, directamente, su fealdad nos obliga a huir. No deja de haber tampoco ocasiones en las que se hace necesario haber leído para entender el envoltorio.
Un ejemplo de esto último: los Cien años de soledad que mi madre compró a través de Círculo de Lectores es fiel reflejo de los modos de la época, de los últimos 60 y principios de los 70. Ni que decir tiene que, antes de leerlo por vez primera, me repelía, pero ya no puedo pensar en esa novela sin recordar la negra, ajada y ciega figura de Úrsula Iguarán esperando en un rincón de una habitación adornada sólo con el damero del suelo a que le llegue en su Jueves Santo la figura con rabo de cerdo a darle jaque mate.