Nunca he sido muy de Sherlock Holmes, y no sabría decir bien por qué. Quizá su personaje me resulte demasiado abigarrado, carente de la plausible aunque algo sórdida sencillez de un Philip Marlowe o de la ortodoxa entereza del padre Brown. Tantos gorros escoceses de cuadros, tantas pipas, tantos botellines de opio, tantas deducciones (no fiscales, sino lógicas) y tanto violín me cansan. De la saga de Holmes, que se extiende de 1887, cuando apareció Estudio en escarlata, a 1927, con El archivo de Sherlock Holmes, el personaje que más me interesa es James Moriarty (y su ayudante Sebastian Moran: significativamente, ambos apellidos empiezan por Mor-, una raíz que los vincula con la muerte, como Morticia Adams, como Mordor): el arquetipo de la perfidia, el villano pluscuamperfecto, la némesis de Holmes, pero eso no debería sorprender: a mí me fascinan los malos, no los héroes: estos están demasiado imbuidos de su bondad; aquellos son un repertorio mucho más persuasivo de las contradicciones y debilidades humanas. Roy Batty, el replicante de Blade Runner, le da un baño de complejidad e inteligencia —y no solo en la escena final— al bobo de Harrison Ford (aunque, en la versión del director, puede que este también sea un replicante: algo ganaría entonces a mis ojos). Hannibal Lecter se merienda —y nunca mejor dicho— a los chicos buenos del FBI en El silencio de los corderos, y me gusta hasta cuando le está arrancando los menudillos a mordiscos a uno de los desgraciados policías que lo vigilan (quizá porque, justo antes de hacerlo, estaba leyendo poesía y escuchando las variaciones Goldberg). Me pasa lo mismo hasta en el mundo animal: siento escalofríos de placer cuando Scar, el león felón de El rey León, dice aquello de "¿La verdad? Ah, la verdad es tan relativa...". En suma, siempre me he sentido más cerca de Lucifer que de Jehová, quizá porque me pasé once años en un colegio de curas. Pero me he despistado: hablaba de Sherlock Holmes. Aunque, como decía, nunca haya sido un gran fan del detective inglés, debo reconocer que se trata de uno de los iconos de la literatura universal, y que ese es un mérito indiscutible de su autor, Arthur Conan Doyle. Quienquiera que sea capaz de alumbrar un personaje tan reconocible, que cale tan perdurablemente en la conciencia del público, es digno de admiración. El éxito de Sherlock Holmes fue arrollador. Muy pronto se constituyeron clubs de admiradores y los lectores fieles se hicieron legión, en un fenómeno similar al que observamos en la actualidad con La guerra de las galaxias o Harry Potter: cada nueva entrega es saludada con una conmoción pública (y, hoy, mundial). De hecho, cuando, cansado de la esclavitud a que lo sometía tener que escribir sus aventuras, Doyle decide liquidar al detective en El problema final, haciendo que se caiga con su archienemigo Moriarty (¡bien hecho, Morty!) por las cataratas de Reichenbach, en Suiza, casi se produjo una revuelta popular: los lectores lo inundaban de cartas reclamándole que lo resucitase —y no pocos amenazándolo con sacarle los ojos o dedicándole esos depravados epítetos que todo inglés es capaz de proferir— y llevaban crespones negros por la calle para reivindicar la memoria de Sherlock; los periódicos también exigían que volviese; y los editores le reprochaban que hubiera matado a la gallina de los huevos de oro. Doyle respondió a tan abrumadora demanda y devolvió a Holmes a la vida diez años después, en La casa deshabitada, donde Watson, su compañero de fatigas, se reencuentra con él, envejecido y ahora dedicado a la bibliofilia. En realidad, le cuenta Holmes, por la catarata solo cayó Moriarty (descanse en paz), gracias a sus conocimientos de bartitsu, un arte oriental de defensa personal muy en boga en la Inglaterra de aquel tiempo. (Así cualquiera: el pobre Morty no tenía nada que hacer). Él salió vivo, pero decidió mantenerse escondido para que no lo atraparan sus secuaces, que, como era lógico (y sabiendo que había despeñado a su jefe, más), se la tenían jurada. La truculenta resolución de su desaparición dejó inmensamente satisfechos a los seguidores del sabueso, que continuaron disfrutando de sus peripecias hasta que la muerte de Doyle, en 1930, supuso el fin definitivo del personaje. La verdad es que la figura de Conan Doyle siempre me ha inspirado cierta melancolía: escribió más de sesenta libros (novelas históricas, de ciencia ficción, sobre Medicina y espiritualismo, entre muchos otros temas), pero solo fue reconocido por las historias de Sherlock Holmes, que le hicieron rico y sir, pero que él llegó a deplorar. Más aún: su propia figura se ha diluido en la del personaje. Por ejemplo, en Edimburgo, su ciudad natal, no hay ninguna efigie suya, pero sí una estatua de tamaño natural de Sherlock Holmes delante de donde estuvo su casa, demolida en los años 70 del siglo pasado. Y en Londres está abierta al público la casa de Sherlock Holmes, en el número 221b de Baker Street, visitada al cabo del año por miles de turistas, ingleses y extranjeros, mientras que casi nadie repara en la casa de Croydon en la que Doyle vivió tres años, entre 1891 y 1894, señalada por la correspondiente placa azul. Hoy, precisamente, aprovechando que nos hemos entrevistado con un contable que vive cerca (y que queremos que nos asesore sobre la forma de pagar menos impuestos en este país que nos asfixia fiscalmente), decido visitar la casa-museo de Sherlock en Baker Street. Siempre que había pasado por delante, había visto una cola enorme, parecida a la que suele formarse a la entrada de la abadía de Westminster. Hoy, en cambio, quizá por ser día laborable y temprano por la mañana, apenas hay nadie. Encuentro muchas pruebas, antes de llegar, de que este es el territorio de Sherlock Holmes: una estatua del personaje delante de la parada de metro de Baker Street y un hotel llamado Sherlock Holmes, por ejemplo. (Colega de aventuras fantásticas, por aquí también vivió H. G. Wells. Y, aprovechando el tirón de Holmes, al lado de la casa-museo se ha instalado una tienda dedicada a los Beatles). Encima de la puerta principal se ha colocado una placa azul de pega, como las que celebran la residencia de personajes famosos en todo Londres, en la que se lee: "Sherlock Holmes, consulting detective. 1881-1904". Cruzo el umbral —en la casa suena El Danubio azul: ¿por qué?— y me golpea un intenso olor a perfume. Pero ese impacto, con ser fuerte, no es nada comparado con el del precio de entrada: 15 libras de vellón. Entenderé algo mejor el latrocinio cuando compruebe que en cada uno de los tres pisos del breve edificio hay un vigilante con frac (cuyo objetivo es tanto reproducir el vestuario de la época como, sobre todo, evitar que los visitantes roben nada). Porque hay muchísimo que robar: la casa está colmada de objetos. De hecho, esa es su principal virtud: haber reunido, en un espacio tan exiguo, tanta parafernalia victoriana, que imita o reproduce la que aparece en los cuentos y novelas de Holmes. En la biblioteca médica, por ejemplo —hay que recordar que Watson es médico—, distingo un volumen encuadernado de The Lancet de 1894. La habilidad de los ingleses para esta suerte de homenajes se demuestra en los detalles: las velas están encendidas, en las jarras hay agua y en las copas, un líquido oscuro que bien podría ser jerez. Hasta en los calendarios se hace constar el día de hoy. Veo un busto en bronce de Sherlock: se parece mucho a Peter Cushing. Los objetos utilizados en sus novelas se despliegan en todos los pisos: un fetiche vudú, de El pabellón Wisteria; un revólver bulldog, oculto en la Biblia del reverendo Williamson, de El ciclista solitario; el dedo cortado del Sr. Victor Hatherley, de El dedo pulgar del ingeniero; y, lo que más me gusta, la cabeza disecada del sabueso de los Baskerville, un perrazo negro y terrorífico, muerto, como indica una placa, el 19 de octubre de 1888, y embalsamado por S. Waysland & Son Ltd. Naturalists, cuyos servicios se publicitan así: Animals stuffed in the most approved style (los ingleses no se olvidan de promover sus negocios ni en estas luctuosas actividades). En el piso superior se acumulan muñecos y escenas que reproducen momentos destacados de las aventuras de Sherlock. Me llama la atención la de Sherlock y Watson descubriendo a Braunton, el mayordomo (los mayordomos son siempre culpables), que descansa sobre el cofre del tesoro, de El ritual de los Musgrave. Tres japonesas se fotografían al lado del cuerpo tendido de Braunton, con profusión de risitas y kanjis. (En otra habitación, uno puede retratarse con el gorro de Sherlock y el bombín de Watson). En un altillo está el cuarto de baño: tiene un búho disecado (no sé si por Waysland & Son) y un váter de cerámica, con grabados de flores. Cuando salgo, me entero de que esta casa se construyó en 1815, y de que fue una pensión desde 1860 hasta 1934. Luego estuvo cerrada, hasta que la compró la Sociedad Internacional de Sherlock Holmes para convertirla en la casa-museo que hoy es, inaugurada en 1990. Aunque está catalogada como monumento arquitectónico e histórico por el gobierno de su Majestad, es solo una pequeña casa victoriana, cuyo interés se limita a los devotos del famoso detective. Quizá porque yo no lo soy, salgo de ella ligeramente decepcionado. Para animarme, me cuento a mí mismo un chiste sobre Sherlock Holmes: "¿Cuál es su queso favorito, Holmes?", le pregunta Watson. "El emmental, mi querido Watson", responde el detective.