Llevo un tiempo dándole vueltas a la idea de colgar algunos párrafos de mi novela Elementales (título provisional) para compartirla con todos vosotros y así poder conocer vuestras opiniones. Pero claro, es cierto que a través de pequeños párrafos poco se puede saber de la trama de la novela. Pero me vale para ver vuestras impresiones, así que pido colaboración blogueril y si cuaja pues hala, ya veré si la publico. Un par de editoriales están dispuestas, la indecisa soy yo. Decir que es una novela juvenil de corte fantástico y romántico. Consta de 17 capítulos divididos por los poemas órficos de Goethe (no puedo decir mucho más sin desvelar el sentido). Ahí van pequeños adelantos de mi "prosa"
DEL:
CAP. I
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Me dio una par de besos fugaces en las mejillas e hizo un amago de abrazo que se quedó en una incómoda situación cuando yo se lo devolví a tientas, el tiempo suficiente como para poder comprobar que su olor también me evocaba a mamá. Maldita fuera esa fragancia a lirios; la tenía tan olvidada y era ya tan lejana que no podría ni haberme imaginado volver a sentirme tan cerca de mi madre otra vez. A ella le encantaban las flores, todas las flores aunque los lirios en particular. En mi casa de Nueva York lo único que se conservaba de ella eran los jarrones, ahora ya sin ramos pero antes… Antes, lo que recuerdo es el arco iris de mil colores que llenaba cada estancia y la esencia natural de los tallos recién cortados. Después… las paredes se quedaron vacías al igual que los jarrones y todo se volvió del color de la tristeza, de un beige apagado que se iba agrisando con el paso de los años. Mi padre estaba poco tiempo en casa y yo, observaba sin rechistar cómo los muebles desaparecían sin prisa pero sin pausa para dejar lugar a otros que ya no olían a mamá, ni tenían su color ni su huella.
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—Y aquí te vas a quedar tú —señaló una puerta en la cara norte de la vivienda—. A ver si he acertado —dijo girando el pomo.
No era la de un hotel pero estaba bastante bien. El color de las paredes era de un azul claro, casi blanco, exceptuando la del cabecero de la cama que era azul oscuro, ligeramente descolorido en algunas zonas, asemejando la pintura de una noche sin estrellas. De una de las esquinas partía el dibujo de un árbol sin hojas, solamente el tronco y sus ramas marrones se deslizaban por la oscura superficie del firmamento pintado en la pared y las remataban en sus puntas bolitas blancas, como un cerezo japonés.
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Me acerqué a la ventana y corrí los visillos para echar una ojeada en un mero acto de curiosidad. El ambiente parecía cargado, mecido entre los brazos de una niebla densa y espeluznante, como si de un momento a otro fuera a explotar la burbuja y salir todo por los aires. (Igual que en Londres, pero sin edificios legendarios). Aún así, se adivinaban las suaves ondas de colinas verdes y frondosos bosques que podían haber sido perfectamente cobijo de hadas y duendes. No había nada árido ni estéril allí. Todo estaba inundado de una vida más allá de la real, una suerte de milagro que envolvía con sus brazos a todo ser viviente. Incluso las gaviotas, cuyos graznidos se oían desde lejos, parecían ser algo más que simples pájaros sin mente.
CAP. II
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La tienda de mi tía no estaba en el puerto sino en la avenida principal. Dos inmensos escaparates flanqueaban la puerta de la que colgaba un carillón de bronce formado por varias campanillas troncocónicas que emitían un dulce y desacompasado sonido metálico. Pero tras los cristales no se exponía nada, sólo dejaban ver el interior que era caótico. Estaba repleto de muebles antiguos: mesitas, sillas isabelinas, sinfoniers, sillones capitoné, lámparas de araña con lágrimas de cristal, vajilla Art Decó y otras piezas de difícil clasificación como dientes de tiburón, pelos de elefante africano, contrahuellas de dinosaurio fosilizadas, códices miniados, mantillas españolas colgadas de percheros de madera de los años treinta…. Una auténtica locura, un exceso visual para los sentidos más refinados.
—Deberías clasificarlos —dije asomándome al vano que comunicaba con la trastienda donde mi tía rebuscaba algo concreto entre papeles y herramientas—. ¿Cómo puedes saber dónde están las cosas?
—No lo sé —contestó ella—. Por eso ahora no encuentro lo que va a venir a recoger un cliente. Si ves un paquete con un lazo verde, dímelo por favor. Dónde lo habré puesto —susurró para sí.
Dejé mi bolso sobre una silla giratoria de despacho que había dentro, el único sitio donde podría localizarlo con seguridad y no se confundiría con el alboroto de todo lo demás.
—Tía Kelly ¿no venderás esto? —sostuve en mi mano una vulgar caracola que estaba rota en uno de sus lados. La acerqué a la oreja esperando deleitarme con el sonido del mar pero no se oía nada. La agité con energía como si de ese modo pudiera hacerla funcionar y la aproximé de nuevo a la oreja, esta vez a la contraria… Pero nada, ni un simple silbido.
—No, eso es un recuerdo de la abuela. Ella me hizo prometer que no lo tiraría y lo tengo guardado desde entonces.
Creé una mueca de escepticismo que mi tía percibió.
—Ya sé que está rota y que es sólo una caracola… pero a ella le encantaba —dijo con voz nostálgica.
—¿De qué tamaño? —voceé hacia la trastienda.
—Qué.
—Que de qué tamaño es el paquete que estamos buscando.
Mi tía asomó la cabeza.
—Pequeño, es un grabado de una vaca marina de Steller.
—¿Una vaca… de qué?
—Una especie de foca gigante que se extinguió en el siglo dieciocho.
Tía Kelly vendía cosas realmente extrañas. ¿Un grabado de una foca? ¿Y qué clase de persona rarita podía comprar eso? ¿Un grabado de una foca?
(...)
Tal vez mi instinto de supervivencia debería haberme alertado del peligro en ese momento, a juzgar por la tétrica sensación en la que me sumergí nada más verle. Su fachada intimidaba, del modo en que intimida un asesino con un arma cargada apuntándote a la cabeza.
Pero el caso, es que a pesar del halo de oscuridad y misterio que parecía coronarle, mi sentido común —normalmente escaso— y el que no llevara ninguna pistola a la vista, hizo que la corazonada de “atraco a mano armada” se desvaneciera por completo y tras esa primera y con certeza equívoca impresión, contemplara el resto del conjunto relajada.
(...)
Claudia tenía el pelo liso como una tabla, rubio ceniza y cortado a la altura de los hombros. Sus ojos eran del mismo color que la miel, y lapiel era muy blanca con algunas pecas poblando su nariz y su frente, como pequeñas motitas a las que apetecía pasar una bayeta para el polvo. Su cara me recordó a una fotografía antigua en primer plano y quemada por un flash. No había nada que destacara en ella pues todo era similar en su inexpresivo rostro algo que sin duda compensaba con su locuacidad. No es que Claudia me hiciera de guía turística de vuelta por el embarcadero y con ello me ahorrara la charla de cualquier otra persona que quisiera sentirse culta e inteligente, sino que me contó lo que consideró más relevante, y que para mí fue la historia más innecesaria jamás contada.
Me habló de las cooperativas ganaderas y también de las de los pescadores, un tema que me provocó más de un bostezo. No me interesaba lo más mínimo la vida campestre pero ella lo contaba todo con un desparpajo y un entusiasmo sin igual, como si eso fuera lo más importante de lo que podría haberme hablado de todo el concejo.
Y si eso era lo más importante…
Que si las disputas que mantuvieron entre ellos por llevar una misma línea de trabajo y no inflar los precios… Que si la necesidad de crear sindicatos para defender sus intereses económicos… Que si todo había empezado con las cooperativas… Que si había terminado en unas hermandades que pretendían no perder los lazos que un día les habían unido… Que si los pescadores vivían todos al otro lado del puente… Que si a este lado sólo vivían los agricultores y ganaderos…
De esta forma, y por lo que pude entender, habían quedado finalmente dos grupos: la Hermandad de la Tierra y la Hermandad del Mar. Y todos los que no pertenecían ni a una ni a otra, parecían estar fuera de lugar en ese pueblo.
(...)
Las historias del concejo sobre enfrentamientos entre ambos lados del puente no llegaban más allá de sus colinas. Poco se sabía una vez estabas fuera. Nadie pretendía conocer la verdad sobre sus gentes porque los rumores no trascendían. Hubo un tiempo en que todo era vox populi pero el sufrimiento se quedó tan arraigado en las entrañas de los viejos que, como suele ocurrir en las buenas leyendas, se traspasó de generación en generación y fue caldo de cultivo para los mismos temores y el mismo resentimiento en los más jóvenes. Por eso ahora todo se hacía en secreto.
Eso es todo, como se suele decir: Mañana más y mejor. (Espero vuestras opiniones, preguntas, sugerencias...)