Elementos discordantes

Por Orlando Tunnermann



El cadáver de Marcia Schwarzenraben apareció, como los tres anteriores, desnudo y atado de pies y manos en un solar decrépito entre las calles Wiener y Glogauer. El asesino había repetido gran parte del ritual pergeñado en las ocasiones primigenias:
El cuerpo embalado como mercancía defectuosa en plástico transparente, dispuesto sobre una enorme rueda de carromato.
Las manos y los pies, amarrados a los listones de madera. La piel, magullada, recubierta de una densa película de cera y brillantina, se asemejaba a la de una muñeca embadurnada de fantasía para atraer la atención del consumidor de “juguetes de adultos”.
En la pavorosa escena del crimen se hallaron también un paquete de tabaco Marlboro, unas tijeras pequeñas de diseño toledano y un pequeño jarrón blanco con un pintoresco pájaro caribeño de colores irisados dibujado.
-Cada vez se pone esto más interesante. ¿Cuál será el propósito del asesino? ¿Por qué nos deja todos estos elementos discordantes en la escena del crimen? ¿Cuál es su teoría, Fritz?
El experimentado y cascarrabias comisario contempló ceñudo al subordinado más gaznápiro que le habían asignado en sus más de 30 años al frente del cuerpo de policía de Berlín.
No le gustaba Hammett: era patoso, charlatán, indisciplinado, poco profesional; un chiquillo estólido jugando con armas de fuego. Le ponía nervioso con su cháchara absurda, tomando apuntes en su precaria libreta infantil de cartón con dibujos de cometas amarillas soltadas al viento.
-Mi teoría es la siguiente –Se puso didáctico el inspector Fritz-. A nuestro asesino, hombre… mujer… aún no lo sabemos, suponemos que se trata de un hombre, no tiene por qué ser fuerte, no necesariamente, le excita tanto matar como preparar los detalles de la puesta en escena con escrupulosa meticulosidad.
Es un maniático de los detalles, obsesivo, perfeccionista. No le basta con matar, quiere personalizar cada escena, mostrársela al mundo como si fuera una obra de arte. Básicamente, se trata pues de un exhibicionista que disfruta creando y mostrando su arte.
Hammett parecía complacido, entusiasmado.
-Arte abstracto, diría yo. ¡No! Mejor aún… ¡Arte macabro! –Rectificó con la lengua fuera, como un corredor de fondo exhausto. Hammett tachó la palabra “abstracto” y la sustituyó por “macabro” en su libreta preñada de manchurrones y correcciones. Escribía con tal afán que parecían sus garabatos los prolegómenos de un “best-seller”.
-Disfrutas con esto, ¿eh? –Le amonestó Fritz-. ¡Por todos los santos, Hammett! ¡Guarda un poco de compostura y respeto ante la difunta!
-La respeto profundamente –Repuso ofendido el desgarbado patán-
Fritz no escuchó su respuesta. No le interesaba lo más mínimo nada de lo que pudiera aportar ese gandul perdulario. Arrojó al suelo un pitillo que estaba fumando y arrastró su figura menuda hasta la escena del crimen, donde Bettina Kreuzberg, la atractiva médico forense, departía con unos agentes bastante más respetables que el inepto Hammett.
Ella le sonrió nada más verle con la intensidad propia del deseo carnal, el afecto sincero y la confianza que deviene de compartir intimidades.
Fritz se sentía desarmado cuando una mujer de su belleza y empaque reparaba en un individuo tan anodino y solitario como él. No eran pocas las veces que tenía que oír comentarios procaces o arrabaleros sobre la poderosa curvatura de sus generosos escotes, sus labios gruesos, húmedos y encarnados, o sus piernas recias y de piel tersa y alba, interminables…
Bettina  avivó adrede las envidias ajenas cuando se le acercó impulsivamente y le besó en los labios mientras posaba sus manos perfectas y blancas en el torso blando de él.
Le susurró algo al oído de un modo premeditadamente sensual.
Fritz se arreboló pero mantuvo el tipo, aunque interiormente ardiera en deseos de arrancarle toda la ropa y tomarla allí mismo, delante de toda la jefatura de policía, incluso delante del ocioso Hammett, desparramarlo todo, incluido el tanga, que sería como de costumbre minúsculo, y el sostén, grande, semi-transparente.
La desnudaría delante de todos y allí mismo la poseería… todo se volvía locura y pasión cuando ella se le acercaba…
Se contuvo, por supuesto, aunque podía imaginar la aquiescencia de Bettina, accediendo de buen grado por un momento inolvidable de morbo y fantasía. Su apetito sexual era insaciable, como rocambolescas eran sus fantasías. Para un hombre de su edad, acababa de cumplir 63, mantener relaciones íntimas con una jovencita de apenas 33, liberal, disoluta, era un estímulo rejuvenecedor, un bálsamo de eternidad.
En los albores del amor incipiente todo su esquema clásico amatorio se vio sacudido por un tornado renovador y vanguardista llamado Bettina.
La portentosa ninfa sicalíptica era una llama incombustible que conocía los arcanos mecanismos de su organismo dormido, de tal manera que se convirtiera en volcán y lluvia torrencial de lava.
Fritz montó en su viejo Ford Orión descapotable y regresó a casa, en la calle Zossener, frente a la pequeña tienda de discos Scratch Records.
Conducía relajado, pensando en el variado repertorio de juegos de alcoba que había “practicado” con Bettina en los últimos meses. Pero entonces se introdujo en su mente el cenutrio de Hammett, con su faz pueblerina y amuermada y sus extraños ojos verdes de mirada afeminada. Tenía una voz casi tan delicada como su amada, y sus gustos estéticos no se podía decir que fueran demasiado varoniles…
A decir verdad, ahora que lo pensaba, jamás le había visto en compañía de mujer alguna, ni tampoco de ningún hombre…
Todo eso era polvo de estrellas, guijarros de una vajilla rota, volutas de humo… no tenía importancia. ¿Qué diantres hacía él pensando en frivolidades? Había un cadáver sobre el “tapete”, otro más…
No tenían la menor pista todavía de quien podía estar detrás del grotesco “carnaval ritual”
Recitó de memoria los elementos discordantes encontrados en la escena de los primeros crímenes: Un teléfono de góndola de los años 50, una peineta cordobesa y un ramo de violetas junto al cadáver de la profesora de alemán Amanda Scheunenviertel.
En un solar que quedaba detrás del restaurante Mao-Thai, en la calle Wörther, Katja Pasternak aparecía embalada en plástico, atada de pies y manos, desnuda, embadurnada de cera y brillantina, junto a un altar con tres barajas de tarot, un bote de pintura amarilla y una postal de Benidorm.
Un artista abstracto, pensó Fritz, un artista macabro…
Comenzaba ya a hablar como el lenguaraz Hammett…
Hammett contempló en el espejo del baño su cuerpo raquítico y de piel blanca. Tenía más de 30 años, pero aparentaba poco más de 18, tan delgado y bajito, lampiño como un bebé.
Entre sus manos sostenía un frasco de perfume de mujer de Carolina Herrera. Roció la esencia sobre su cuerpo desnudo, se atusó el cabello corto y rubio y se dirigió al salón.
El comisario Fritz había reconocido que los asesinatos debían ser obra de un artista, un exhibicionista, perfeccionista y obsesionado con los detalles. Era una buena descripción; Hammett se sentía de buen humor… ¡Qué generosa descripción le había hecho Fritz!
Comenzó a vestirse, despacio, sonriendo a la nada… tenía trabajo por delante. Recogió del suelo una mochila verde, donde había guardado una pequeña estatuilla del signo de libra, una novela de Ken Follet y una fotografía tomada diez años atrás en la recoleta isla mediterránea de Tabarca.
Se preguntó si el comisario Fritz sería capaz de reconocerle entre la marabunta de gente sentada en la terraza estival del restaurante Gloria. Una vez vestido, silbando un tema de Frank Sinatra, salió consultando su reloj. Tenía tiempo de sobra: Mariah Stahlen salía de trabajar a las 22:00… quedaba todavía más de tres cuartos de hora.
Se preguntó, mientras tarareaba el estribillo de “New York, New York”, cuán hermosa quedaría su obra artística junto al cadáver de la pechugona camarera de origen polaco que se había negado a sonreírle unos días atrás cuando él le hiciera un cumplido de lo más caballeroso… eso no estuvo bien…
Pensó que acaso, la siguiente protagonista de su extensa obra debiera ser la exuberante forense por la que todos los hombres parecían perder la cabeza…
Pensó Hammett si el comisario Fritz alabaría el resultado final, pues sabía lo que sentía por aquella mujer. Con ella, obviamente, tendría que esforzarse… de hecho, lo pensó mejor, Bettina Kreuzberg debía ser su gran obra maestra, la que le haría famoso en todo el mundo; la obra mayúscula que le haría brillar con luz propia en la posteridad.