Estas vacaciones de Navidad he estado corrigiendo la versión castellana de Las aventuras de una mujer en avión, escritas por la periodista y aventurera Elisabeth Sauvy (1897-1966), que la editorial Alquería publicará próximamente. Periodista, novelista, fotógrafa y realizadora de películas documentales, Elisabeth era conocida con el pseudónimo de Titaÿna (la llamaron, también, por su dureza, "la mujer de Sílex") y, a juzgar por las peripecias que relata en estas memorias, fue una mujer de carácter, decidida, intrépida e inteligente. Como veréis en la fotografía, Benoit Heimermann le dedica un interesante estudio biográfico publicado en la editorial Circe.
En las tres fotografías que he encontrado de Elisabeth, dos en la red y una en Las aventuras de una mujer en avión, aparece siempre vestida con un traje de cuero y botas negras altas, ideales para viajar en su medio de transporte preferido, el avión. Si era necesario, esta dama del aire era capaz de no lavarse ni cambiarse de ropa en varios días, pero también podía vestirse como una estrella de cine para fascinar a sus compañeros de viaje en Marrakesh... Viaja por aire desde París hasta Constantinopla, Ankara, Esmirna, Transilvania, Yugoslavia, Ajaccio, Praga, Moldavia, Viena, Alicante, Rabat, Marrakech, Fez... generalmente como enviada especial por el periódico parisino L'Intransigeant; sin embargo, aunque es cierto que nos describe con trazos rápidos, impresionistas, sus entrevistas con Mustafá Kemal, Muley Yussef, Romanetti (un bandido corso de leyenda), la princesa Eudoxia o Primo de Rivera, poco o nada es lo que comenta, desde el punto de vista político, de su contacto con estos personajes. Sólo pretende mostranos la impresión personal que dejaron en ella. Del mismo modo, prefiere recrearse no tanto en los lugares que visita sino en el viaje mismo, casi siempre en avioneta, con todo el peligro que conllevaba hacerlo alrededor de 1925. Es evidente su pasión por el simple hecho de volar, la emoción de no saber si aterrizará sana y salva esta vez; sentir "la piel de la cara azotada por el viento de la hélice, a 25 grados bajo cero"; ver cómo se incendia el aparato de repente y han de realizar un aterrizaje forzoso; el piloto permanecerá impasible, a pesar de haberse quemado una pierna. En otra ocasión, volando en un banco de niebla, tienen el tiempo justo para evitar el choque con otro avión que volaba en dirección contraria. El aviador Thoret la invitó a participar con él en sus pruebas de avión con esquís, que realiza en Charmonix y en el Mont Blanc, y aceptó encantada.
En Las aventuras de una mujer en avión, Elisabeth nos explica las múltiples dificultades a las que tuvo que hacer frente en sus viajes, como verse en la necesidad de comer trozos de carne seca recogidos entre paja medio podrida; beber agua arcillosa que le produce malaria; calentarse quemando en un brasero estiércol seco, viajar enferma en algo parecido a una carreta tirada por dos búfalos por pedregales intransitables, tan incómoda que es necesario tomar hachís para soportar el viaje; dormir sobre una estera y despertar con la cabeza llena de cucarachas... Explica sin rubor cómo se recupera del frío ante una copa de ron o de coñac -se indigna cuando en una ocasión no se le permite probar el alcohol por el hecho de ser mujer- y no deja de ser curiosa su experiencia al escapar del harén de un campesino donde la habían encerrado, por su propia seguridad, en un poblado a 150 kilómetros de Estambul.
Su prosa decidida se relaja al hablarnos de sus estancias en Oriente, cuyo exotismo embriaga sus sentidos: "sentados sobre nuestros talones habíamos comido con los dedos en un plato común, ventiún manjares distintos, servidos por criados silenciosos, sin babuchas. Luego perfumados con agua de rosas, las manos refrescadas en la pila, tendidos sobre colchones multicolores, habíamos degustado el té con menta, a pequeños sorbos. (...) Por la ventana contemplo la multitud de jóvenes negras, sirvientas de palacio, atentas al menor llamamiento."
Las aventuras de una mujer en avión nos revelan también la tendencia de Elisabeth a la melancolía, y hasta qué punto vivía dominada por una inquietud que la llevaba a viajar constantemente. Inquietud ideal para alguien dedicado profesionalmente al periodismo, pero que la condenaba también a la soledad. Ser mujer no fue nunca fácil; ser mujer como ella lo fue, independiente y audaz, la alejaba del resto de su género, y tampoco los hombres podían considerarla uno de los suyos, ni aceptaban sin más compartir su vida con una mujer que daba constantemente la vuelta al mundo. En Constantinopla "nadie sabe quién soy yo y no lo quiero hacer saber a nadie en el mundo. En el agotamiento físico que me aplana me invade una angustia de soledad hasta la desesperanza. Si no reacciono, mi pensamiento se hundirá en una angustia sin fondo. Vamos. Un esfuerzo de energía. Llamo. Un baño. Peluquero, manicura, el vestido salvado del agua del mar en mi maleta devastada. Una hora después comía en el restaurante del hotel. Los tapones de champán en manos inexpertas saltan como en una boda; perfumes pesados se perciben al paso de las mujeres, y los zíngaros, arrojados del occidente por las orquestas de jazz, lloran su eterno vals húngaro".
Leo el último capítulo de este dietario. Elisabeth Sauvy murmura para sí misma: "Hoy París, mañana Tokio o Sydney. Los pueblos cercanos, las fronteras lejanas. Qué importa todo esto. Queda solamente en la trivialidad diaria, el agridulce de la nostalgia y la necesidad de partir. Y sé perfectamente que volveré a partir..." Se me hace inevitable pensar en los relatos de Flavia Company Julio Equis y En tránsito, ambos publicados en su último libro, Con la soga al cuello (tenéis en la lista de enlaces un artículo mío al respecto, colgado en Slideshare). En Flavia y Elisabeth palpita la misma necesidad de moverse sin descanso, de irse, marcharse, moverse, huir quizás, sin que el "dónde" tenga para ellas la menor importancia.
Os mantendré informad@s sobe la publicación de este libro, y aprovecho la ocasión para haceros llegar mis mejores deseos para un recién estrenado 2010.