Eliseo miró a la niña. Era muy delgada, como la que había visto por la tarde, acompañada por sus padres, pero esta tenía el cabello oscuro y más corto. Sus ojos, verdes, relucían a la mortecina luz de los faroles. Contra su pecho virginal, sostenía con ambas manos el ejemplar de la revista Cámara.-¿Te quedarás siempre conmigo? Tengo una casita para los dos. Es un iglú, como el de los esquimales.-No puedo, niña; lo siento. Tengo que irme… Tengo una tienda –Eliseo hablaba sin convicción, consciente de que sólo estaba ofreciendo débiles excusas. La niña empezó a llorar dejando caer de sus brillantes ojos gruesas lágrimas como gotas de rocío.-No llores, por favor. Me gusta que seas llorona –añadió Eliseo sonriendo- pero no que llores.
Y desde aquel momento y hora, Eliseo cambió de vida.