La invisibilidad de Samantha es quizás el aspecto más original del guión escrito por el mismo Jonze. Por lo pronto, ésta es una de las principales diferencias entre el sistema operativo que compra el solitario Theodore y sus versiones anteriores más o menos aparatosas: la HAL 9000 de 2001. Odisea del espacio, los sustitutos que Jonathan Mostow filmó en 2009, el David que Michael Fassbender encarnó en Prometeo, los hubots de la serie Real humans.
El personaje a cargo de Johansson se limita a habitar las computadoras de escritorio y los dispositivos móviles del protagonista. Un poco como la famosa nube cibernética, Samantha -la ‘Ella’ del título del film- está en todos lados y en ninguno a la vez. Se trata de una inteligencia artificial con voz pero sin cuerpo (hardware) propio.
Jonze aprovecha esta condición incorpórea o inasible para invitarnos a reflexionar sobre cierto fenómeno vinculante entre la relación que los seres humanos establecemos con la tecnología y aquélla que mantenemos con nuestros semejantes. Parafraseando a Jean-Paul Sartre, todo lo que el sofisticadísimo sistema operativo ofrece (comprensión absoluta del usuario; disponibilidad full time; compañía estimulante en los planos intelectual, sensorial, incluso erótico; adaptabilidad al cambio) parece la mejor protección contra ese infierno que son los otros. Sin embargo, no alcanza siquiera para minimizar el único gran defecto de esta media naranja funcional a nuestras exigencias: su inmaterialidad.
Si Samantha hubiera tenido la apariencia de un hubot, Ella habría perdido puntos en términos de originalidad. Por lo pronto, habría resultado todavía más fácil reconocer en este sistema operativo de avanzada la versión techie -y parlante- de las muñecas inflables que coprotagonizaron -una, en 1973- No es bueno que el hombre esté solo con José Luis López Vázquez -y la otra, en 2007- Lars y la chica real con Ryan Gosling.
Ante estos antecedentes, hay quienes nos quedamos sobre todo con el largometraje del español Pedro Olea, en parte porque la actuación de López Vázquez conmueve más que la de Phoenix, en parte porque preferimos los guiones duchos en sacarles el jugo a los silencios (por las dudas vale recordar que la muñeca de Martín no hablaba) a aquéllos que abusan de la verborragia para contrarrestar la dificultad -a veces imposibilidad- de representar visualmente tal o cual cosa (en Ella, nada menos que a un integrante de la pareja protagónica).
Desde esta perspectiva, da la sensación de que Jonze termina reduciendo su ocurrencia narrativa a una trampa de la que no consigue salir airoso. Las dos horas y piquito que dura la película resultan excesivas por el abuso de esta oralidad que pretende compensar la ausencia de representación física.
Por otra parte, el final desencanta a los espectadores concentrados en la suerte de manifiesto contra la dependencia tecnológica que caracteriza a nuestro presente, y que el film exagera con sentido de la realidad (quizás su autor se haya inspirado en este celular de Samsung que promete diseñar la vida de sus usuarios). Después de asistir a la crisis existencial que las fallas de sistema provocan en Theodor, el desenlace complaciente roza el absurdo.
Quienes seguimos a Jonze desde El ladrón de orquídeas y ¿Quieres ser John Malkovich? recordamos nuestro entusiasmo por los primeros trabajos de la dupla creativa que conformó con Charlie Kaufman. Cuando también recordamos la desilusión que sentimos ante el estreno más reciente de su socio, pensamos en Ella como en otra prueba de que ambos cineastas harían bien en reencontrarse. Tal vez así podrían recuperar la magia de aquellos años mozos.