Ellas se pusieron ofrecidas y él se vio obligado

Publicado el 16 noviembre 2015 por Sandracronistera @SandraBlogCLCM
¡¡Hola cronisteras y cronisteros!! Hoy estreno otra sección del blog, Cuentos y fragmentos, en la que, como su nombre indica, iré publicando cuentos o fragmentos que me gusten y llamen la atención. El de esta publicación es un fragmento largo, muy largo, puesto que corresponde al primer capítulo de un libro, el cual he descubierto catalogándolo en el trabajo. El libro se encudra dentro de la novela popular (pulp fiction) y aunque reconozco que no me atrae (quizás se deba a que en cinco horas me leo unas diez-doce por lo que acabo saturada y a que, ya se sabe, la lectura obligada nunca es igual de saboreada que la elegida por ti mismo) el viernes cuando cayó en mis manos y lo leí me resultó gracioso, me sacó una sonrisa tempranera. Por ello, quiero compartirlo con vosotros, ¿quieres saber de qué libro se trata? pues sigue leyendo.
Demasiadas faldas en Wichita

Clark Yerby, debidamente esposado y custodiado por cuatro hombres, era conducido hacia la sala del juzgado de la ciudad de Abilene.
El juicio contra él iba a celebrase casi inmediatamente después.
Y quizá nunca en la historia de Abilene se había producido una tan enorme "división de opiniones" en un asunto de aquella clase. Por ejemplo, había al menos una docena de hombres que querían linchar a Yerby.
- ¡Bandido! ¡Hijo de perra!
- ¡Te vamos a liquidar!
- ¡Irás a la horca!
En cambio, había al menos una docena de mujeres que querían llevarse al acusado a su casa.
- ¡Guapo!
-¡Chato!
- ¡Qué te como...!
- ¡Júrame que tu última voluntad será deshacerme a besos!
Clark Yerby estaba aterrado.
Pero hay que decir la verdad.
Estaba más aterrado por lo de las mujeres que por lo de los hombres.
Si todos aquellos tipos lo sujetaban, lo iba a pasar mal. Pero si le sujetaban las mujeres, ya podía hacer testamento.
Porque las mujeres se estaban animando cada vez más y ya habían empezado, como quien dice, a repartirse sus huesos.
Una gritaba:
-¡Es mío!
Otra contestaba:
- ¡Calla, zorra! ¡Tú no tienes ningún derecho!
- ¡Ni tú!
- ¡Pues en todo caso la mitad para cada una!
Una tercera intervenía:
- ¡Yo también quiero!
Yerby estaba cada vez más aterrado. Gimió:
- ¡Dios mío! ¡Van a venderme en porciones de tres onzas!
Al fin pudo entrar en la sala del juzgado.
El juez tenía cara de mala uva. Gritó:
- ¡A ver! ¡Que entre el acusado!
El sheriff musitó:
- Ya está aquí, Señoría.
El juez se limpió los cristales de las gafas y bramó:
- ¡Pues que no se esté sentado! ¡Que se ponga en pie...!
- Ya está en píe, Señoría -suspiró resignado el sheriff.
Yerby murmuró:
- Si quiere que me suba encima de una silla...
- ¡Cállese, sinvergüenza! ¡A ver! ¡El martillo! ¿Dónde está el martillo?
Yerby gimió:
- ¿Va a lanzármelo?
- ¡Lo necesito para imponer la ley! ¿Dónde está el martillo?
- Lo tiene en su mano derecha, juez -suspiró el sheriff-. Pero si no llega a ver su mano derecha le aconsejo que se ponga las otras gafas.
- ¡Pues a ver! ¡Mis gafas! ¿Dónde están las otras gafas?
- Las lleva colgadas de una oreja, juez. Y si me pregunta dónde está su oreja, dimito. Lo siento, Señoría, pero ya no puedo más.
- ¿Y por qué no puede más, sheriff? Es usted el sheriff, ¿verdad?
- Sí, Señoría. Y lo que quiero decir es que el otro día, creyendo que daba usted un martillazo en la mesa, le pegó un martillazo al secretario. Temo que a mí, el día menos pensado, me ocurra también algo.
Mientras tanto, la gente ya había entrado en la sala del juzgado. Ésta se hallaba totalmente llena, predominando las mujeres sobre los hombres.
El juez gritó.
- ¡Clark Yerby, se le acusa de haber seducido a diez mujeres de esta ciudad! ¿Se declara culpable o inocente?
- Inocente, señor juez.
- ¡Habrase visto...! ¿Y por qué inocente, si puede saberse?
- Yo no quería conquistar a ninguna mujer. Yo vine a aquí a ayudar al maestro armero.
- Entonces, ¿pretende que le conquistaron ellas?
- Verá, señor juez... Yo no sé qué pasaba, pero cuanto más me escondía más me iban persiguiendo.
- ¿Y puede saberse por qué?Las mujeres que llenaban la sala le dieron en seguida la respuesta. Empezaron a piropear al acusado:- ¡Guapo!- ¡Chulo! ¡Castizo!- ¡Tío bueno!El juez masculló:- ¡Bueno, ¿pero puede saberse qué tiene este fulano que no tenga yo, por ejemplo?Y, mientras decía esto, se cepilló una verruga, se puso mejor la dentadura postiza y se cambió de gafas.Clark Yerby, en cambio, era un joven de unos veintitrés años, alto, atlético y de facciones correctas y firmes, que tenía una excelente musculatura y unos no menos excelentes puños. Además,  era alegre, cantaba muy bien y acompañándose de la guitarra, y ya al llegar a Abilene había llamado la atención al ganar la carrera de caballos y el concurso de levantamiento de peso.Era, además, muy educado. Acompañaba a las ancianas para cruzar la calle. Comparaba chucherías para los niños a la salida del único colegio de la ciudad. Y avisaba a las damiselas en edad de merecer cada vez que éstas tenía una carrera en una media.- Guapa, si quiere se la cambio -decía.Lo curioso era que no había recibido guantazos por esas amables proposiciones. Al contrario, las chicas le sonreían. Yerby era uno de esos tipos que tienen gancho. Siempre decía las cosas sonriendo.Y eso contrastaba con la costumbre de los demás hombres de Abilene, que lo mismo daban un beso a una chica que le soltaban un guantazo. El juez preguntó:- Dicen que usted ha tenido mucho éxito con las mujeres, lo cual no comprendo. ¿Por cuáles empezó?- Pues verá, señor juez -dijo Yerby compungidamente-, mi perdición comenzó con las chicas del saloon. Yo las inivitaba a beber sin pedirles nada a cambio. Les contaba chistes. A una a la cual un pistolero le rompió el vestido, le regalé otro. Y un buen día estaba durmiendo la siesta en un reservado, después de beberme un cuarto de botella de whisky, cuando...- ¿Qué sucedió?Se oyó un fuerte ruido... El juez pegó un brinco.- ¿Quién dispara? ¿Qué es esto? ¡Pido que se proclame inmediatamente la ley marcial! ¡Que se suspendan las garantías constitucionales! ¡Que llamen al ejército!El sheriff le tranquilizó:- Señor juez, no dispara nadie. - Pues, ¿qué pasa?- El acusado ha hecho todo ese ruido para indicar lo que pasó cuando estaba tranquilamente en el reservado.
- ¿Y qué pasó? ¿Atacó la artillería? ¿Le hizo explosión la botella de whisky?
- No, señor juez -dijo tristemente Yerby-.Cinco bailarinas del saloon rompieron la puerta y entraron lanzando gritos. Todas decían que ya estaba bien de contar chistes y en cambio tenerlas en ayunas. No sé, pero por lo visto yo les interesaba como..., como hombre. Fue terrible, señor juez.
Una de las bailarinas, que estaba en la sala, gritó:
- ¡La culpa la tuvo Nati, que es una zarrapastrosa!
La otra contestó:
- ¡Eso lo dirás por ti, guapa! ¡A ti te huele el aliento desde que te bebiste un vaso de aguarrás creyendo que era ginebra!
- ¡Qué te doy!
- ¡Qué te atizo!
- ¡Calla, bestia! ¡Si tienes las piernas torcidas!
- ¿Torcidas yo? ¡Mira, mira...!
Y las enseñó. No las tenía torcidas, ni mucho menos hasta los agentes del sheriff aplaudieron mientras el juez gritaba:
- ¡Que se acerque! ¡Este tribunal tiene que examinar atentamente las pruebas del delito!
- ¿Pero que delito, juez?
- ¡El que sea! ¡A ver. a ver...! Examinemos si es verdad eso de que están torcidas.
Y tendió las manos hacia adelante.
El sheriff le advirtió:
- ¡Chist! ¡Señor juez!
- ¿Qué pasa? ¿Es que no me va  a dejar administrar justicia?
- Sí, señor juez, pero es que está tocando usted las piernas de la señora Bradley, a la que van a rendir el homenaje a la vejez el año que viene. Fue una de la fundadora de Abilene.
La señora Bradley, que ya empezaba a entusiasmarse, se volvió e insultó al sheriff:
-¡Maldito chivato!
A todo esto el juez volvió a la serenidad. Se parapetó tras su mesa, se cambió de gafas nuevamente y gritó:
- ¡Orden! ¡Orden! ¡Más tarde examinaré las pruebas del delito! Siga hablando el acusado. ¿Qué paso luego?
- Bueno, pues que... Parece que las bailarinas se hicieron propaganda unas a otras... Ya sabe usted lo que son las mujeres. Cada una de ellas decía haberse quedado con la mejor parte. El caso fue que me pusieron cerco y tuve que mudarme de hotel, pero sirvió de poco.
- Total, un escándalo.
- Sí, señoría. Y entonces vino una comisión de damas respetables de la ciudad a decir que aquello era un escándalo y que tenían que echarme.
- ¿Le echaron?
- Por desgracia, no. Lo que ocurrió fue que una de las damas dijo: "Lo primero que hay que hacer en estos casos es reconstruir el crimen".
- ¿Y..., y lo reconstruyeron?
- Señor juez, yo salté por la ventana.
- Se rompió algún hueso, supongo.
- No, porque caí en blando.
- ¿Cómo se entiende?
- Abajo había un piquete de reserva. Caí en sus manos.
- ¿Y..., y qué?
- Me llevaron con ellas. Yo creí que la diñaba. Lo que hice entonces fue sacar billete en la primera diligencia que salía de Abilene.
- ¿Y por qué no se marchó?
- Señor juez, la propietaria de la compañía de las diligencias es la señora Prescott de treinta y cinco años. Me atizó un culatazo en la nuca y prohibió que salieran más diligencias hasta nueva orden.
- Sí, algo supe de eso. Fue un desastre para la ciudad. ¿Y le dejo salir al fin?
- Sí, dos días más tarde. Puso a mi disposición un carruaje para mi solo. Pero cuando fui a escapar, una docena de mujeres ya habían puesto sitio a la casa de postas.
- ¿Y qué pedían?
- ¡Igualdad de oportunidades!
- ¿Cayó usted en sus redes?
- Claro que sí, señor juez. Y eso que llamé a gritos al Séptimo de Caballería Ligera, en cuyas filas tuve el honor de servir cuando contaba diecisiete años. Pero, por desgracia, el Séptimo está ahora de guarnición en la frontera del Canadá, de modo que sospecho que no oyeron. Fui vilmente hecho prisionero y conducido a una especie de mazmorra pintada de rosa.
- ¡Claro! -gritó una mujer de las que estaban allí- .¡Como que era un reservado del saloon Las pecadoras!
Yerby alzó las manos mientras suplicaba:
- Señor juez, acabemos con mis sufrimientos de una vez. Pido ser condenado a muerte.
Una dama se puso en pie y gritó:
- ¡Muy bien! ¡Pero yo seré el verdugo! ¡Que me lo dejen!
El juez bramó.
- ¡Esa furcia! ¡Que la detengan y la lleven a su casa!
El sheriff cuchicheó a su oído:
- ¡Cuidado! Es su esposa, señor juez.
- ¡Ah, no, pues entonces no! Que la lleven a cualquier sitio menos a su casa. ¡Queda desterrada! ¡Debe irse del país inmediatamente!
La mujer fue sacada de la sala entre cuatro. Pero el juez sintió que su espalda se cubría de sudor helado cuando ella gritó:
- ¡Que te crees tú eso! ¡Nos veremos a la hora de comer! ¡Y ya te daré yo, maldito...!
Alzó el martillo:
- ¡Orden! ¡Orden!
- ¡Ayy...!
- ¿Qué pasa?
El sheriff dijo lastimeramente:
- Su secretario, señor juez.
- ¿Mi secretario? ¿Pero no estaba restableciéndose en el hospital de Veteranos?
- Este es otro.
El juez necesitó sujetarse a los bordes de la mesa.
- ¿Pero que ven en usted? -preguntó mirando al acusado, aunque sólo distinguía una nebulosa-. ¿Puedo saberlo?
Como antes, las mujeres contestaron en lugar de Yerby:
- ¡Es guapo!
- ¡Y bien plantado!
- ¡Y siempre está contento!
- ¡Y no dice groserías!
- ¡Ni escupe!
- ¡Ni le rompe a una los vestidos!
El juez barbotó:
- ¡Basta! ¡Basta!¿Qué opina el jurado?
El sheriff casi saltó encima suyo. Sudaba. - Juez, ha ocurrido algo terrible.
- ¿El qué? ¿Ha vuelto mi mujer? ¿Han perecido los cuatro hombres que la sujetaban?
- Peor, señor juez. El juez estaba formado por siete hombres y seis mujeres. Pues bien, los siete hombres han desaparecido.
- ¿Y dónde paran?
- Sus esposas han ocupado su lugar. Por lo visto, los pobres tíos han sido amenazados de muerte.
- ¿O sea que el jurado está formado por trece mujeres?
El sheriff no tuvo tiempo de responder.Inmediatamente se oyó a gritos el veredicto:
- ¡Culpable! ¡Culpable!
- ¡Se ha aprovechado de la buena fe de las chicas!
- ¡Por lo tanto pedimos que sea entregado ipso facto a los miembros del jurado!
Yerby volvió a alzar las manos con gesto de terror.
- ¡Señor juez, estoy conforme con el veredicto! ¡Pero pido que me ejecute el verdugo oficial de Abilene!
Otro martillazo.
- ¡Aaaay...!
- ¿Qué pasa ? ¿Ya han cambiado al secretario?
- No, señor juez, esta vez he sido yo -masculló el de la placa-. ¡Ya se lo decía!
- Pues aguante que para eso le pagan. Y pónganse en pie porque voy a dictar sentencia. El jurado lo ha encontrado culpable, pero no tiene potestad para señalar la pena. Soy yo quien debe hacerlo de acuerdo con la ley. Por lo tanto, como en los casos de escándalo público se suele imponer la pena de destierro, este hombre, Clark Yerby, será desterrado a Maynord House, en el límite norte del condado. Y si aparece de nuevo por aquí, usted lo matará inmediatamente, sheriff.
- Más vale que lo mate usted con su martillo, juez. Será más seguro.
- ¡Cállese!
Yerby gimió:
- ¡No! ¡Maynord House, no!
- ¿Por qué?
- ¡Es una institución regentada por mujeres!
- Por mujeres de sesenta años, Yerby.
- Ah, entonces voy.
- El presidente de los Estados Unidos las condecoró hace poco con la "Medalla de la Virtud".
- Entonces ya no hay duda. ¡Me largo!
- ¡Pues no hablemos más! ¡Listo para el destierro! ¡Causa concluida! ¡BLAAAAM!
Otro martillazo.
- ¡Aaaayyy!
- ¿Es usted, sheriff?
- No. Soy el acusado.
- Pues así aprenderá a no meterse donde no lo llaman. ¡Desterrado a Maynord House con las viejas! ¡Largooo...!
Se organizó un sensacional tumulto de mujeres en la sala del juzgado de Abilene. Todas querían llevarse un pedazo de las ropas del condenado.
Yerby, que ya sólo llevaba los pantalones, gimió:
- ¡No, al menos déjenme esto...!
Aún no sabía, el pobre, que eso de las fans acababa de ser inventado.
Peor para él.
Cuando lo sacaron de la ciudad, tuvieron que atarlo a la silla del caballo para que no se cayese.
(Demasiadas faldas en Wichita,de Silver Kane)
PD. Al leerlo, me vino a la cabeza "La vieja del visillo" del gran José Mota, pobre Clark Yerby... jajaja.