Rabia salvaje. Envidia máxima. A Hippolythe Bayard, por tranquilo, le habían pisado el invento. Él había investigado en el arte, que aún no tenía ni tal consideración ni nombre, de la fotografía mucho antes que Louis Daguerre, pero éste fue más avispado que él a la hora de patentarlo y, aún es más, de nombrarlo: de un lado, los dibujos fotogénicos de Bayard, de otro, el daguerrotipo de Daguerre. Ambos inventaron la fotografía, pero la oportunidad marca la diferencia. Mientras Daguerre recibía distinciones, encargos a mansalva y condecoraciones, un puesto de lujo en las historias, una y otra, de la técnica y del arte, Bayard intentaba, por todos los medios, dar a conocer su técnica. El resultado fue nulo. El gobierno francés, que había corrido a promocionar la obra de su desde ya ilustre ciudadano Daguerre con publicidad, pensiones vitalicias, subvenciones y todas las ayudas que quisiera, se deshizo de Bayard con seiscientos francos por su invento y una palmadita en la espalda. Él no lo sabía, pero estaba a punto de superar a Daguerre en una cosa: gracias a un arranque infantil de rabia, Bayard iba a ser el primer fotógrafo de la historia por manipular una imagen.
Ocurrió en 1840. Así de prematuro es el fraude fotográfico. Bayard, para protestar por lo injusto de su situación, se fotografó a sí mismo desnudo, tapándose con las manos las partes pudendas y pretendiendo asemejarse a un cadáver, e hizo pasar la imagen por la de su propio suicidio.
“El cuerpo que ven aquí“, escribió bajo la primera copia de la fotografía -se muestra a la derecha-, “es el del señor Bayard, inventor del proceso que se les está mostrando ahora. Este investigador infatigable gastó tres años de su vida en este descubrimiento, pero el gobierno sólo fue generoso con el señor Daguerre, sin haber hecho nada por el señor Bayard y el pobre diablo se ha ahogado voluntariamente.” Parece ser que la protesta tuvo relativo efecto, puesto que al poco tiempo el gobierno le adjudicó tres mil francos por su contribución a la industria nacional. Y sanseacabó. Bayard murió, pero esta vez de verdad, en 1887, anciano y habiendo perdido el interés por el invento que le habían arrebatado mucho tiempo atrás.
Quince años después de la protesta de Bayard, la manipulación periodística de las imágenes se puso en marcha de la mano de Roger Fenton (1819-1969), pionero de la corresponsalía de guerra, en Crimea. Aquella primera incursión en el mundo bélico fue un desastre: la incipiente técnica sólo permitía hacer instantáneas de objetos estáticos, el revelado y exposición de las fotos tardaron más de los tres años que duró la guerra y Fenton, por imposición gubernamental, no fotografió las partes más crudas de la guerra, consiguiendo un reportaje que apenas si era una colección de paisajes y de militares posando a cámara. Sólo una foto llamó la atención del público: una instantánea titulada El Valle de la Sombra de la Muerte, en la que se mostraba una carretera repleta de bañas de cañón. Magnífica.
No siempre se coge al mentiroso antes que al cojo, pero el caso es que siempre se acaba cogiendo a ambos y, más de un siglo después de ser tomada, en 1981, Haworth-Booth, historiador interesado en la figura de Fenton, descubrió una segunda fotografía exactamente igual a El Valle de la Sombra de la Muerte… pero sin balas de cañón. Se cree, hoy día, que fue el propio Fenton, ayudado por unos cuantos soldados, quien colocó estratégicamente las balas de cañón para hacer más interesante la imagen. Versiones más crédulas afirman que fue al revés: que la primera foto tomada fue la de las balas y la segunda se hizo después de que fueran recogidas. Pero la disposición de algunas piedras de la carretera, que en la escena con balas aparecen ligeramente desplazadas, como si hubieran rodado cuesta abajo, determina que alguien hubo de colocar los proyectiles tras ser tomada la primera fotografía.
Otro fraude fotográfico memorable, pero éste por lo tosco, fue el hecho por Felice Beato (1833-1909). En 1857, la finca de Sikandra Bagh en Lucknow (India) fue tomada por miles de cipayos rebelados que, meses después, serían sacados a gorrazos por el ejército inglés, dejando infinidad de cadáveres esparcidos frente a la casa. Beato llegó para documentar la tragedia casi medio año después, cuando, obviamente, ya no quedaban prácticamente restos de la batalla in situ. Su feliz idea no fue otra que desenterrar algunos cuantos huesos, claramente anteriores a la tragedia de Sikandra Bagh por lo pelado y seco de los mismos, y distribuirlos frente a la casa.
Si el mundo del periodismo fue el primero en conocer el fraude, no se le quedaría muy atrás el de las ciencias ocultas. Irónicamente, las primeras fotografías conocidas representando supuestos fantasmas no sólo se debían a un sencillo error técnico, sino que el fotógrafo que las tomó era consciente de ello y utilizó la credulidad de los espiritistas para venderlas a precio de oro. Hemos de remontarnos a 1861, al estudio fotográfico de William Mumler (1832-1884). Ese año, al revelar una imagen de sí mismo, se superpuso un retrato anterior cuyas trazas habían quedado en el plato que Mumler había usado para fotografiarse. Quienes creían en fantasmas no aceptaron las explicaciones técnicas de Mumler, y quienes no, vieron una bonita forma de recordar a sus familiares muertos: en Nueva York corrió como la pólvora de que Mumler podía fotografiar a los muertos, y se impuso la moda, en aquellos años de la sangrienta guerra de Secesión, de llevarse a casa un recuerdo con el pariente en el más allá de turno. La moda llegó al punto que, en 1871, llegó al estudio de Mumler, azoradísima y ocultando su identidad real, la anciana viuda del mismísimo presidente de los Estados Unidos de América, Mary Todd Lincoln, para llevarse a su casa una imagen con el espectro de su difunto esposo. Obvia decir que el secretillo de la buena Mary pronto fue conocido por medio mundo.
Que una mismísima ex primera dama cayó como mosca en la miel de la superstición por medio de la fotografía era muestra clara de que cualquiera podría hacerlo. Incluso un sir. Arthur Conan Doyle, por ejemplo, cayó ingenuamente en la fantasía creada por dos niñas, de Cottingley. Frances Griffiths y su prima Elsie Wright, de diez y trece años, tomaron, con una cámara doméstica, unas fotografías en las que aseguraban estar jugando con unas hadas del bosque. Era el verano de 1917 y Polly, la madre de Elsie, fanática de lo sobrenatural, creyó a pies juntillas lo extraordinario de la historia que las niñas afirmaban esconderse tras aquellas fotos. Por medio de Polly Wright las fotografías acabaron llegando al crédulo sir Arthur, que aprovechó su influencia para publicar esas y otras instantáneas más recientes, captadas siempre por las niñas en solitario, en 1920. El fraude, captado de inmediato por los incrédulos, era tan sencillo de demostrar como cogiendo el libro de moda de la época, Princess Mary’s Gift Book, y comprobando que las hadas dibujadas en sus páginas se parecían muchísimo a las de las fotografías. Sólo lo reconocerían avanzados ya los años 80, próximas a morir, pero Elsie y Frances habían recortado y pintado las hadas, y, sujetando los recortes con alfileres, tomaron las fotografías. Nunca, en vida de los implicados, admitieron la falsificación. Dos chicas pueblerinas y un hombre brillante como Conan Doyle… bueno, ¡sólo podíamos mantenerlo en secreto!, afirmó, ya anciana, Elsie Wright. Extraordinario, y muy significativo, es que el mayor fraude -o, al menos, el más polémico- fotográfico de principios de siglo hubiera podido ser hecho por dos chiquillas sin conocimientos técnicos algunos en fotografía. En su confesión frente a las cámaras en los 80, Frances no pudo definirlo mejor: <<La gente siempre me pregunta, “¿no sientes vergüenza de haber engañado a toda aquella pobre gente? Ellos creían en tí.” Y no, no la siento. Ellos querían creer.>>