Recuperación, corregida y con variantes/ampliaciones/matizaciones de un artículo aparecido en aquel fanzine que lanzase la muchachada de Ultramundo hace ya casi un año, que todavía se puede ver aquí y que contenía también otro texto de un servido sobre Mi nombre es ninguno, a su vez ampliación del originalmente aparecido dentro de este blog.
Director: Enzo Barboni (E.B. Cloucher)
Italia
1970
104 min.
Música: Franco Micalizzi
Fotografía: Aldo Giordani
Guión: Enzo Barboni
Reparto: Terence Hill, Bud Spencer, Farley Granger, Elena Pedemonte, Steffen Zacharias, Dan Sturkie, Gisela Hahn
Revisitada más de tres lustros después la obra que carga con la cruz de haber finiquitado el spaghetti-western (como si otras no lo hubiesen empujado antes) aparece como un film mucho menos desastrado, mucho más elaborado y quizás también algo menos divertido o como poco destrozón. Como pieza clave para la historia del género no tiene precio. Es la unión definitiva, quintaesencial, de los ya míticos Terence Hill y Bud Spencer con arreglo a una tipología que remite más a Astérix y Obélix que a El Gordo y El Flaco y que ya había quedado apuntada en pretéritas
Como muy bien apuntan, con su habitual barroquismo y lucidez desprejuiciada, Ramón Freixas y Joan Bassa en una estupendo artículo sobre el díptico Le llamaban trinidad/Le seguían llamando Trinidad publicado en el especial de la revista Nosferatu (número 41-42. Recordando Trinidad, pags: 62-68) dedicado al eurowestern, la segunda película del antiguo director de fotografía(1) Enzo Barboni (bajo su recurrente alias de E.B. Cloucher) es una parodia, una burla blanca (bajo la roña), no de los títulos de Leone, es decir del clasicismo del género, sino de los imitadores y degradadores de la fórmula. Le llamaban Trinidad se limita a llevar a la hipérbole lo que otros ya antes se habían
Así que sin la novedad del enfoque hay que buscar las razones que expliquen (al menos parcialmente) el fenomenal éxito, con niveles de fenómeno sociológico incluso, de la película a la cual acompañaría, sin solución de continuidad, el afianzamiento del binomio como imprescindibles cómicos populares/populacheros de los 70 con su mezcla de tebeismo ramplón, dibujos animados desenfrenados e ingenuidad a la antigua. Quizás parte de la justificación esté en esa falta de pretensiones, unida a una insólita intuición para presionar los resortes adecuados y parte en crear unos personajes que, cargando con multitud de referencias, parecieron nuevos y originales, aplastantemente sencillos, reconocibles pero no derivativos
Puede estar aquí la clave de un enraizamiento en el imaginario colectivo/generacional que no solo mantiene viva la llama de Terence Hill y Bud Spencer como figuras icónicas sino que, como toda leyenda, el recuerdo ha agrandado las virtudes o, en este caso, la mugre y las alubias.
Vista hoy la película resulta sorprendentemente mucho más repulida, sigue la suciedad campando a su anchas y las ingestas de engrudo son elemento cómico ya presente (será recurrente en la secuela) pero la impronta de las imágenes es mucho menos desastrada y zarrapastrosa (esto también vendrá con las secuelas y/o derivados.Imposibles de enumerar aquí. Si, los personajes son “brutti, sporchi e cattivi” (principalmente los segundo) pero la puesta en escena es translúcida. Barboni hace que la comicidad nazca de esa misma planificación mucho menos llamativa y rebuscada que la media del género, incluso un poco demasiado funciona(ria)l por momentos; que trabaja casi por contraste,
De esta manera todo el film mantiene la compostura formal, dejando que los chistes emanen naturalmente, sin forzar un gag que surge entonces de esa tensión y logra aciertos a veces gruesos –la eficacia del golpe al colodrillo de Bud Spencer-, a veces sofisticados -Terence Hill volviendo a colocar con la punta de su pistola a un matón en su postura original- y otras sutilmente ingeniosos -el vaso que no termina de llenarse o el curioso encuadre que sitúa una vaca en el techo de la taberna que abre la película-.
¿Qué queda tras la nostalgia?, pues un fenómeno digno de estudio desde una óptica sociológica e historiográfica, una película de escaso presupuesto y nulas ambiciones que estira demasiado su anécdota y como una gaseosa abierta pierde las burbujas a la hora. Permanece, también, una extraña adhesión primitiva difícilmente racionalizable y un comienzo, este si, verdaderamente antológico, atrabiliariamente icónico: Trinidad, pinrel (oloroso) al aire, repanchigado en unas parihuelas mientras su caballo le remolca por un desierto, remonta un pedregal y badea un río del que, momentáneamente, sale limpio.
1. Entre sus créditos se cuentan trabajos en el peplum -Rómulo y Remo (1961) o El hijo de Espartaco (1962) para Sergio Corbucci-, el gótico – Gli amanti d’oltretomba (1965) para Mario Caiano- y el eurowestern, claro, donde trabajó la luz de títulos como Adios, Texas (1966) de Ferdinado Baldi con el que repetiría en Un tren para Durango (1968), la influyente Django (1966) y Los despiadados (1967), nuevamente para Corbucci en ambas, siendo el director con quien más colaboró, o la extraordinaria El precio de un hombre (1967) de Eugenio Martín.
2. En un curioso guiño, a saber si impremeditado o no, los hermanos ayudan por las armas a una comunidad que rechaza la violencia, los mormones. Igual que lo hacían los vaqueros Ben Johnson y Harry Carey Jr. en la memorable Wagon Master dirigida por John Ford en 1950.
3. “En cambio en el western italiano la cosa es distinta, porque Italia arrastra siglos de historia, y de historia muy dura, y desde la decadencia del imperio romano en la nación ha predominado el engaño mutuo, la trampa, la supervivencia a costa del inocente que aparece. Para la mentalidad italiana, la épica y la grandeza murieron con la decadencia del imperio romano, y por eso sus películas del oeste están alimentadas de cinismo, de engaños, de pitorreo. Esto no significa que los westerns italianos sean por definición peores que los americanos, de entrada porque tienen la lucidez implícita en un pueblo que vivió lo épico, pero lo perdió y lo sabe. Lo cual tiene un valor, como demuestra el hecho de que los propios americanos les copiaran.” “(…) una cosa es que el western tenga dureza, que eso lo tenían todos los western americanos, porque América es un pueblo duro, y otra es que tengan cinismo, que eso lo introdujo Italia, que es un pueblo cínico” Eugenio Martín en Eugenio Martín, un autor para todos los géneros, Carlos Aguilar y Anita Haas, Colección retroBACK, Granada, 2008. Pags: 64-65