No tengo lugar a dudas, el pesimismo está infravalorado. En estos tiempos, en los que lo que no agrada, desluce, todo pesimismo suena a ganas de aguarnos la fiesta. A mal tiempo, buena cara. De nada sirve ver la botella medio vacía. Hay que tomar las cosas como nos vienen y servirse de aquello que nos regale el presente. Sacudirse el mal rollo y sonreír. Abajo los malos pensamientos, bon vivant.
Lo sospechoso de este optimismo es que en ocasiones se revela como una ingenua autojustificación, un atajo para engañar a nuestra mente, ofreciéndole sacarina para ir tirando. Una elaborada versión de cobardía; una sabia retirada a tiempo, dirán otros.
Hay cosas que pintan mal, o muy mal. No cabe grados de percepción. La realidad posee panoramas desoladores, acciones injustificables, seres despreciables, robos al sentido común. Omitir la cara amarga de la existencia es ceder al desamparo, dar aires a la necedad y la impunidad. La primera condición para la esperanza es el pesimismo. Los vendedores de felicidad en mercados de rebaja no hacen sino alentar la estupidez y la connivencia con los verdugos. Esforzarse por ver el mundo como un lugar cercenado por la injusticia es un principio ético de necesaria urgencia. Para elogiar la felicidad ya tenemos todo un escenario pirotécnico -opio del pueblo-, auspiciado por el gran mercado del entretenimiento. Lo que escasea son ilustradores del despropósito, mecenas de la lucidez. Hace no mucho la muerte nos robó uno de ellos, el más activo, el más longevo, resistente, implacable con la estupidez, Sábato, Ernesto. ¿Alguién quiere tomar el relevo?
Ramón Besonías Román