Elogio del silencio

Por Calvodemora


Ya nadie escucha, ahora todos hablan, lo cual es un contrasentido, una cosa absurda, un desatino o un desquicio. Uno de los discos de jazz que más me gusta es el Keith Jarrett en Colonia. No sé si es jazz o es otra cosa, pero es un disco asombroso, sublime en muchos tramos. La música de ese disco, la que Keith Jarrett ejecuta a solas, en su piano, es lo más parecido al silencio que conozco. Importa lo que dice y también lo que no. En la vida real, que no tiene mucho que ver con el jazz, importa más lo que se dice. El silencio no cuenta o cuenta mal. Cuesta encontrar a quien escucha de verdad. No cuesta lo contrario: gente que no para de hablar, de expresar sus opiniones sobre cualquier asunto, incluso de expresarlas sobre los asuntos sobre los que no poseen conocimiento alguno, gente cansina, de verbo encendido, a la que no la gobierna la mesura. Se cree que el que no habla es un individuo de una escala o de un rango menor. Quizá nos hayan educado para esto. Gana en la escala social el que habla más. Vivimos en una sociedad en la que se sobrevalora el monólogo. Uno habla, incluso habla sin apreciar o valorar el efecto de lo que habla en los otros. A lo que conduce esta saturación de sonidos es a que el silencio incomode. Definitivamente no está de moda. Quien se esmera en aplicarlo suele caer mal. La gente rara es la que calle: quién sabe qué estarán pensando. Es mejor ver venir las palabras o escuchar los ruidos. Se advierte el grado de prosperidad de una sociedad por la cantidad de silencio que genera. Bien al contrario, relacionamos el ruido con el grado de decadencia que posee. Da igual que sea una obra de teatro, una proyección cinematográfica, una homilía en un templo o una clase en la que el profesor enseña trigonometría.
A mí no me enseñaron a respetar el silencio. No sé dónde adquirí después el amor que le profeso. Sé que lo disfruto a conciencia en cuanto dispongo de él o cuando permito que me invada. Es una de esas sensaciones de extraña plenitud que nos reconcilian con nosotros mismos. El ruido es el que nos aparta, el que nos perturba, el que logra que no sintamos la tierra girar bajo nuestros pies, como cantaba gloriosamente mi adorada Carole King. Somos el silencio que vamos guardando, secretamente somos el silencio atesorado. Por eso irrita que lo profanen, cansa que lo perviertan. Anoche mi amigo Rafael Roldán dejó consignado en su blog que el silencio malogra la belleza. En cierto modo, dejó escrito justamente eso. Que uno no puede dejarse caer en la belleza si nos distrae la mediocridad circundante. Que solo en silencio podemos adentrarnos en lo inefable, pero claro, ¿cómo podremos vender la idea de lo inefable en este vértigo, en esta fiebre, en esta convivencia violentada. Lo que está en juego es la demolición de esa convivencia. La están apartando de su cauce, la están reduciendo a una mercancía con la que los políticos venden sus ideas, las que luego son refrendadas por los votos. Ahí también cobra el silencio su justa relevancia: en premiar con él a quien no responde a las altas expectativas que la sociedad exige, pero no creo que lleguemos a ningún sitio, no responde nada de lo que digo a ninguna estrategia de reparación. A Rafa le molesta (es una término corto quizá) que no exista silencio en el templo. Afuera hay otro templo, uno al que continuamente le estamos perdiendo el respeto. Tendremos que meternos dentro del disco de Keith Jarrett en Colonia o en la tragedia de una gota de sangre o el derramamiento de una limpia lágrima. Ahí dentro podremos preservarnos, pero no nos dejan, se obstinan en contravenir ese deseo íntimo, se esmeran en estropearnos el supremo placer de encontrar paz en el crepúsculo, como cantaba Franco Battiato.