Eloy Sánchez Rosillo, unos poemas

Publicado el 27 junio 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Sigo con mi sección de homenajes poéticos. Quería hablar hoy de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948). Supe de este poeta hace relativamente poco; Tusquets editó un volumen con sus cinco primeros libros de poemas más algún poema inédito, titulado Las cosas como fueron y lo hojeé más de una vez en las mesas de novedades de las librerías, hasta comprobar que la poética de este autor me gustaba y comprarlo. De los cinco libros, el primero, Maneras de estar solo (1977), fue el que menos me gustó, porque era más abstracto y lejano, pero los otros cuatro acabaron por conquistarme con una línea de poesía clara y honda, amorosa y celebrativa de los instantes de felicidad. Una poesía muy humana. Después Tusquets ha editado más libros de Sánchez Rosillo, como Oír la luz o Sueño del origen, que están en la biblioteca que frecuento en Móstoles y que tengo pendientes de leer.

Dejo aquí unos poemas de Eloy Sánchez Rosillo:
El viajero

A veces me pregunto qué habría sido de mí
sin los recuerdos que tan celosamente guardo:
aquella callejuela que olía a madera y a fruta
en un húmedo barrio de París,
los árboles dormidos bajo el sol
en una plaza antigua de Florencia,
el órgano que hacía vibrar la catedral de Orvieto
en un amanecer lejano,
la lluvia golpeando en la ventana
de una habitación en la que yo sufrí,
los ojos oscuros que me miraron
en un crepúsculo de no sé dónde...
Cuando la inmediatez de los oficios cotidianos
se filtra hasta mis huesos y me impide
respirar con amor los olores espesos,
fríos, sin luz, de la costumbre,
cierro los ojos, regreso lentamente
a las tierras que en otro tiempo recorrí,
a los lugares en los que el olvido no impuso su silencio.
Acaricio los días que pasaron,
las horas que brillan en la distancia
como ciudades recostadas a la orilla de la noche.
Y pienso con tristeza que fue hermoso andar tantos
   caminos,
aunque sepa que ya sólo podré pisarlos
con una pobre ayuda: la memoria.
La ciudad presentida
La ciudad los ungió con las luces del alba
y extendió ante su asombro el viejo laberinto de sus calles.
Traspasaron el umbral de la mañana. Los ojos
se habituaron pronto a la belleza de este día.
Porque en otro lugar y en horas menos plenas
supieron intuir lo que ven hoy:
ese reloj que hace vibrar la plaza
cuando deja caer trozos de tiempo sobre el mundo,
el rincón soleado donde un hombre muy viejo
vende objetos inútiles y hermosos...
Ellos saben muy bien que las cosas que crecen
bajo este cielo ajeno no son suyas.
   Y querrían
tenderse para siempre sobre la hierba del verano
y engañarse olvidando lo que fueron
antes de estar aquí, antes de haber vivido
de acuerdo con la vida, con arreglo a la luz.
Piensan que pronto, en otra tierra, lejos,
cuando de nuevo vuelvan a sus viejas costumbres
y otra vez el invierno los habite y los venza,
recordarán, oscuros, este sol, este sueño
¡1 de libertad que quiso regalarles la vida.
Pero deciden aplazar las sombras.
   Ahora
no dicen nada. Están aquí. Se miran.
La mañana transcurre. Y son dichosos. 
Las sombras anteriores

Aquel brillo asustado de tus ojos, cuando la tarde
derramaba su cansancio sobre la ciudad.
Aquella impotencia del deseo, del amor amenazado,
oprimido por un peso ajeno
a nosotros, a nuestra fuerza, a nuestra
capacidad para arrodillarnos ante el dolor.
La luz cayó sobre tu piel, dejando
en ella un sabor dorado, un halo de dulzura sin historia.
Pero luego el recuerdo aproximó sus redes
y el pasado alzó sus voces enterradas.
No había nadie. Sin embargo,
una impensada presencia, un implacable
mandato de regreso a los orígenes
se impuso de repente.
   Cuando llegó la noche
se nos hizo difícil avanzar por las calles,
dirigir nuestros pasos hacia el lecho
en el que convivían el fuego y el olvido.
No era posible decir las palabras de siempre,
pronunciar los augurios de cada día.
Porque tu país nos llegaba a través del olor de la lluvia,
y el tiempo se negaba a ser piedra sin fecha,
camino detenido, huella leve.
Las tierras lejanas que yo había visto
se agolparon de pronto delante de cualquier sonrisa,
y se detuvo el aire de la madrugada,
y comenzaron a despertarse en mi memoria
las temidas imágenes, los avisos
de una costumbre que no me había abandonado,
que defendía su antigua conquista.
Tuvimos que olvidar los círculos recientes,
las aproximaciones asumidas, los sabores
de la oscuridad deseada, de las cálidas luchas.
Y vimos cómo iba creciendo la sombra junto a nuestro
   abrazo.
Y cerramos los ojos porque teníamos miedo.
Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos...

   ...aunque el ser amado esté ausente, a mano están sus imágenes
  y su dulce nombre resuena en nuestros oídos.
   Lucrecio
   Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos
de esta ciudad que todavía guarda
los últimos vestigios de aquella altiva llama del verano
que lentamente fue, como todo, muriéndose;
imagina que aun estas aquí, conmigo,
en la paz de esta casa que la luz hace hermosa,
y busca en tu memoria el esplendor dorado
de los días perfectos que en ella -porque así
lo deseó algún dios de mirada propicia-
hemos vivido, ajenos a todo aquello que no fuera
nuestra propia alegría de estar juntos.
   Recuerda.
   Mira. Mira esas gloriosas
mañanas: hace un rato que tú te despertaste,
y esperas en silencio a que yo abra los ojos
para darme los buenos días y decirme -hoy también-
que eres dichosa.
   Y me señalas luego
ese rayo de sol que entra por la ventana
y aquí, junto a la cama, en el suelo, dibuja
un dulce charco de oro.
   No dejes que se borren
de tu alma las risas de ese tiempo,
las palabras ardientes que sonaban
como un cristal finísimo y llenaban de música
las horas del amor: el espacio inocente
de la pasión cumplida en las radiantes noches
que nuestros cuerpos conquistaron.
   Contempla estas imágenes,
y olvídate de ese lugar que ahora
a tu pesar y a mi pesar habitas:
calles llenas de otoño, gentes que desconocen
nuestra historia, tierras que no son tuyas,
y ese río que en nada se parece
a éste nuestro de aquí, que bajo el sol discurre
a través de los huertos.
   Ojalá lleves siempre
contigo, a cada instante, mi recuerdo,
y estas palabras que en la noche escribo
pensando en ti, para que tú las leas,
te ayuden a estar sola,
   y te acompañen.
Tarde  de junio

   Ahora, juntos,  vivimos la hermosura
de esta tarde de junio,
el fulgor de las horas en que nos entregamos
al conocimiento de la verdad del amor,
a la gran llamarada del encuentro.
Ahora sabemos que toda la alegría
cabe en el mundo breve de esta habitación,
en el espacio ardiente de este lecho.
La luz cansada del atardecer
dibuja sobre el tiempo islas doradas.
En un rincón del cuarto
brilla la enredadera de la música.
Un viento súbito sacude nuestros cuerpos.
y lo olvidamos todo.
Después regresan las miradas lentas,
los gestos satisfechos, las sonrisas.
Y luego contemplamos en silencio
con qué dulzura va cayendo la noche
sobre la indiferente ciudad que nos rodea.