“No juguéis con esos niños. Son unos desarrapados y vosotros solo debéis relacionaros con chicos de vuestra clase social y de vuestro colegio”.
Aquel hombre atildado, con sortijas, cadenas y reloj de oro, sacó a sus dos hijos de la plaza en la que jugaban con otros niños peor vestidos.
La niñera los había llevado a aquel lugar, frecuentado por gente que ella conocía, cansada de verlos con chicos cuyo idioma no entendía y de pasearlos por calles solitarias de su barrio residencial, en el que solo había grandes chales detrás de altos muros.
El enojado padre, señor embajador de un país norteafricano, se marchó en su gran automóvil con chofer. En el Ministerio de Asuntos Exteriores, reiteró su demanda de que los hijos de los inmigrantes norteafricanos recibieran enseñanza de árabe y de islam en las escuelas públicas, y exigió también un compromiso para facilitar la integración de esos niños en todos los ámbitos sociales.
La niñera había vuelto a la residencia con los hijos del embajador. Poco después, otro chofer los llevaba a su colegio privado para ricos y notables, donde conviven con hijos de los líderes de la igualitaria izquierda y la reaccionaria derecha del país. Allí, las clases son en castellano, inglés y francés. No se enseña religión.
Los niños de la plaza, que los vecinos llaman “De los Moros”, compatriotas de los del embajador, seguían jugando. Hablaban en árabe y respetaban las reglas del islam.