La debacle centro y suramericana hace retornar empobrecidos a decenas de millares de emigrantes españoles, sucesores de los mismos que desde finales del siglo XIX hasta bien entrados los años 1930 enriquecieron y alfabetizaron parte de este país.
Entonces se les llamaba indianos y venían con plata y formas de nuevos ricos, pero, sobre todo, con la voluntad de que los hijos de sus vecinos tuvieran mejor formación que la que ellos habían recibido.
Construían bellas mansiones coloristas con torres de grandes ventanales; delante del pórtico principal plantaban una palmera en recuerdo de Cuba, de Brasil, y hasta de Argentina, país cuyo símbolo no era ese árbol.
A la vez, erigían con su capital escuelas parecidas a sus casas y contrataban maestros agnósticos, liberales y hasta masones, que sufrían el odio de los caciques políticos y religiosos locales: que el pueblo supiera leer, escribir, matemáticas y geografía era un peligro revolucionario para aquellas clases semifeudales que tenían al resto como siervos.
Así nació mucho pensamiento independiente, que importaba de América ideas abiertas, descontaminadas de la tenebrosa reacción hispana.
Se ha desmoronado la economía de buena parte de aquel continente, y quienes podrían haber sido nuevos benefactores retornan arruinados, esperando bienvenida, comprensión y trabajo.
Algunas ONG exigen que no distingamos entre estos emigrantes, ahora inmigrantes, y los de otros orígenes; pero, aunque haya que tratar a todos los inmigrantes adecuadamente, éstos indianos pobres deben ser acogidos como miembros de nuestra propia familia.