Algunos presidentes latinoamericanos asistentes en Madrid a la cumbre con la UE han protestado por el anuncio de que se le pedirá visado a sus conciudadanos que viajen a Europa.
El despecho es mayor con la ingratitud española: afirman que sus países acogían sin trabas a los emigrantes de este país.
Y sí, sería desagradecimiento si la aseveración fuera cierta. Pero es un tópico, al menos desde los años 1940 hasta que aquella gran sangría derivó hacia Europa, en los 1960.
Antes de ser aceptados en Latinoamérica, los españoles tenían que demostrar solvencia, salud y honradez. Cualquier emigrante lo recuerda:
Los países exigían, primero, una invitación formal de un residente allí con estabilidad económica que se responsabilizara del emigrante.
Había que conseguir luego un visado expedido por el consulado del país de destino, tras superar humillantes exámenes médicos que garantizaban fortaleza para el trabajo y ausencia de cualquier enfermedad.
Conseguir el pasaporte exigía, además, un certificado que demostrara ausencia de antecedentes penales, expedido por aquellos guardia civiles que marcaban para siempre al disidente y al hambriento ladrón de una gallina.
Muchos tenían que vender las propiedades familiares para comprar un carísimo billete en tercera clase de la Compañía Trasatlántica o de la Mala Real Inglesa.
Luego, trabajaban honrada y desesperadamente, y ni con hambre ni miseria se les ocurriría delinquir.
Los bienpensantes no pueden comparar a aquellos emigrantes españoles con la inmigración que llega ahora aquí en condiciones y actitudes, a veces, diferentes.
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