Cuando las condiciones me son propicias suelo comenzar la clase por el final. En lugar de aburrir a mis alumnos con teorías ya caducas sobre el ser o la inmortalidad, procuro que ellos se representen imaginativamente la situación que propició el nacimiento de aquellas teorías. Procuro hacer de máquina del tiempo para transportar a mis alumnos al momento fundacional de la teoría. El otro día, por ejemplo, en la clase de Filosofía de 4ºESO llegó el momento de tener que explicar la teoría de la inmortalidad del alma de Platón. La pregunta inicial no fue "qué quiso decir Platón con su defensa de la inmortalidad del alma", ni "qué llevó a Platón a argumentar en su defensa" (entender dichas cuestiones presupone, por otra parte, todo un bagaje amplio de conocimientos sobre la concepción metafísica del filósofo que un alumno de 4ºESO no tiene por qué tener)
La pregunta inicial fue "por qué es deseable (si lo es) ser inmortales." La clase se transfiguró y fueron ellos los que, por unos instantes, ejercieron de enseñantes, adivinándose en su forma de expresarse una auténtica necesidad de dar(se) a conocer sus pareceres sobre el tema. Alumnos que hasta el momento habían permanecido mudos, atentos a unas explicaciones que no siempre circulan por la vía del sentido común, de pronto alzaban la mano afanosos en dar forma a unas ideas que parecían despertar de ellos: hubo quien defendió que damos valor a las cosas en tanto que son perecederas, que la condición de la estima y la belleza es la mortalidad, otro alumno afirmó que el anhelo de inmortalidad se fundamenta en la aversión a no ser, un tercero se aventuró a decir que la condición de la felicidad plena es la inmortalidad, en tanto que sólo por ésta puede alcanzarse la plenitud, y así hasta el último de los alumnos...
El resto de la clase fue fácil: completar sus pareceres con el de Platón.