Empresa familiar: cuando los padres envejecen….

Por Juan Carlos Valda @grandespymes

por Gater

Dice el saber popular que llega un momento en que los padres se convierten en hijos de sus propios hijos. Y, claramente, es así: nuestros padres envejecen y ya no pueden valerse por sí mismos en su vida cotidiana. Por lo menos, no de la manera como estaban acostumbrados.

Los Hernández son un matrimonio octogenario que siempre llevó una vida cómoda. Juan fue un hábil empresario que soñaba con dejar su pujante fábrica textil a por lo menos uno de sus tres hijos. Pero su imprevisión basada en “yo sé lo que hago” no soportó los diversos golpes de la economía argentina y hoy sólo se mantiene con su jubilación y la de Rosa, su mujer. Ella fue docente y dejó su vida en las aulas, pero nunca imaginó que los años le llegarían con algunas enfermedades que alterarían su armónico estilo de vida.

Martín, el hijo mayor, hace ya más de treinta años que se fue de casa y armó su vida en Francia. Tan bien la armó, que pocas veces se acuerda de venir a visitar a sus viejitos.  Aunque a veces le remuerde la conciencia, ningún comentario que le llegue acerca del deterioro físico y anímico de sus padres es suficiente para alterar su apretada agenda.

Celia, la hermana del medio, parece haberse quedado soltera sólo para atender a sus papás. Abnegada hasta el cansancio, los llama todos los días si no puede pasar a verlos y relegó hasta su vida social por atender cada una de las necesidades de los viejos.

Teresa, la menor, es la única de los tres hijos que se casó, tuvo un hijo y formó una familia que –según opinan sus hermanos- fue causa de distanciamiento. Luego se divorció y volvió a vivir con sus padres. En esa nueva (y forzada) convivencia, tuvo oportunidad de ver y sentir muy de cerca el principio de un final anunciado.

Falta de comunicación, falta de previsión

En la convivencia, Teresa pudo advertir que se avecinaban algunas limitaciones físicas y vio con sus propios ojos cómo sus padres comenzaban a enfermarse y a cometer errores que –de no estar ella en la casa- habrían causado accidentes fatales. Una hornalla sin apagar, una canilla abierta por horas, vajilla de vidrio que se cae fácilmente de las frágiles y temblorosas manos de su papá… Percibió también cómo quedaban cuentas sin pagar porque no alcanzó el dinero o porque “me olvidé que la tenía pendiente” y vivió personalmente la angustia familiar por el miedo a ser asaltados cada vez que llegaba el día de ir al banco a cobrar la jubilación…

La comunicación nunca fue el fuerte de la familia Hernández. Cada uno vivió su vida egoístamente y jamás se sentaron a conversar acerca de qué pasaría el día que los hijos tuvieran que hacerse cargo de los padres. Porque, aunque no nos guste, el día en que los padres ancianos ya no pueden arreglarse solos llega indefectiblemente.

Uno que dio vuelta la cara, la otra que pensó que podía sola y la tercera que se cansó de advertir sin que nadie la escuchara. Hoy, Martín sigue ausente y considera que una visita anual de una semana es suficiente para que sus padres sientan que “está”. Celia clama por un poco de tiempo para sí y desarma su propio presupuesto para cubrir los nuevos gastos familiares (medicamentos, taxis para los traslados, el sueldo de una persona que limpia la enorme casa y cocina). Y Teresa que repite hasta el cansancio “yo te avisé”.

Hoy hay caos familiar. La comunicación se tornó en nula y las necesidades quedaron a la deriva. El árbol tapó el bosque y nadie se pregunta, por ejemplo, si el hecho de que Juan haya puesto el departamento a nombre de sus hijos hace ya unos años fue medida suficiente de protección para el único bien que posee la familia. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué pasó con los ahorros de toda la vida de Juan y Rosa. ¿Se los gastaron? ¿Están guardados en algún lado? Celia y Martín siempre fueron los preferidos. ¿Acaso alguno de los padres redactó un testamento para beneficiarlos después de su muerte? ¿Existe un seguro de vida quizá? Cuando los padres ya no estén… ¿qué va a pasar con la casa? Porque Teresa piensa que Celia no va a querer venderla, pero ella va a querer su parte, no le interesa conservarla.

Un asunto de familia

Juan y Rosa fueron hiperactivos durante toda su vida y jamás se sentaron a pensar que, alguna vez, su energía y su salud decaerían. Martín, Celia y Teresa hicieron su vida en forma independiente y nunca consideraron la posibilidad de convertirse en “padres de sus padres”. Ninguno de los cinco, en realidad, pensó en el otro.

Lo cierto es que, hace algunos años, la familia debería haber tomado conciencia de que todo lo que está pasando hoy podía pasar. Y solos, o con la asistencia de un especialista en Planificación Patrimonial y Sucesoria, tendrían que haber dejado de lado rencillas y resentimientos para sentarse a elaborar un plan que les permitiera seguir llevando cada uno la vida que eligió o que le tocó vivir, sabiendo que todas las necesidades del resto de la familia –especialmente la de los padres- estarían cubiertas.

¿Hoy ya es tarde? Sin duda, tomar previsiones con anticipación podría haber evitado muchos sufrimientos. Sin embargo, todavía es posible un diálogo que, aunque difícil, va a ser mejor tenerlo mientras los padres vivan que cuando ya no estén. Un diálogo que permitirá repartir las obligaciones de la mejor manera y hacer sentir a los padres que no son una carga sino que están recibiendo de sus hijos una retribución justa por todo lo que ellos les dieron.Autor Gater