Uno podría sentarse al lado de la ventanilla y ver correr el paisaje, acercándose, alejándose. Y en medio del amplio vacío en que se mueve el pensamiento, uno terminaría considerando que es un desecho rumbo a Perpignan. Mientras pensara, uno podría seguir mirando, sin demasiado interés, las casas inclinadas hacia los raíles, que pronto serían casas olvidadas, árboles esqueléticos, alineados, repetidos hasta la indiferencia. ¿Va usted a Cervera? Un inconfundible acento gallego podría sacarlo a uno de esos devenires que el pensamiento elude y atrapa, persigue y ahuyenta. No, señora, voy a Perpignan. Voy a ninguna parte, señora, me alejo y me acerco, sin presencia, sin ausencia. Verá usted, en Cervera debo tomar un tren para Marsella, es la primera vez que viajo por aquí, antes siempre lo había hecho por Hendaya. No sé si le importa que me siente. Sí me importa, señora, en realidad me molesta
pero, no señora, claro que no, siéntese. Girona detendría el tren cuando un reloj en la estación marcara tres menos cuarto. Puntualidad. Tiempo. Distancia. Voy a ver a mi hija, ¿sabe usté?, ahora esto es un lío porque… le explico, ayer fui a comprar el billete y me dicen que esa línea no funciona ahora porque no es época de vacaciones, me dijeron que debía ir a Barcelona y es lo que he hecho, desde La Coruña, ¿sabe usté?, es la primera vez que hago el viaje por aquí, por eso no sé si debo bajar en Port Bou aunque… Celrá se anunciaría y el tren gritaría con un reclamo cansino y triste: ¡sí señora, en Port Bou cambiaremos de tren! Si quisiéramos podríamos cambiar de vida, podríamos decidir, incluso, no seguir nuestro perdón de cada día, ¿recuerda, señora? aquello de no sé por qué ni cómo, me perdono la vida cada día. Claro, claro, usted nunca leyó a Miguel Hernández. Tal vez ha hecho muy bien. Es una suerte no conocer que existen las opciones: usted debe ir a Marsella porque su hija la espera, uno, sin embargo, habría decidido ir a Perpignan porque es la última estación en un tren sin regreso; esa es la diferencia. Justo al borde de este pensamiento, Llança nos asomaría al mar. No se duerma, señora, es el Mediterráneo. Uno hasta podría emocionarse al verlo pasearse a nuestro lado, azul, marino, inmenso. Si dejara de roncar, señora, conseguiría usted saltar de la emoción de ver el mar, a ésta otra, efímera, de un abrazo en el andén mientras el tren pasa: Penépole recibiendo, al fin, a Ulises. Me he quedado traspuesta, no vea lo cansada que está una después de semejante viaje, se hará usté cargo. Claro que uno podría hacerse cargo, entenderlo casi todo, avenirse a sus conjugaciones, comprender la persona, los modos y los tiempos, todo podría ser exacto, todo, menos lo propio. A fin de cuentas, yo aún no he tomado este tren, y usted va en él porque… alguien la espera.Texto: Isabel Expósito Morales