En blanco y negro

Por Danielruizgarc

Como principal obsequio genético de mi padre porto una patología cardíaca que, entre otras servidumbres, me obliga a desayunar cada mañana una pastilla –sólo una, de momento- de betabloqueante, lo que me genera un ritmo cardíaco con la mitad de pulsaciones por minuto que el resto de los mortales. Me he acostumbrado a ello, y también a los latidos arrítmicos que de vez en cuando me sacuden impertinentemente el pecho recordándome que el bicho que me da la vida aquí dentro pertenece a una especie distinta (el cardiólogo, una vez, me lo explicó de un modo bastante gráfico: “tiene usted un corazón distinto, no común. Es, como si dijéramos, un corazón albino”). Ya estoy concienciado con el peso de la genética paterna, pero siempre miro con recelo, cuando no con abierto miedo, hacia la posible herencia materna. Mi madre es una persona ciclotímica desde que tengo uso de razón, antes incluso de que se hubiera inventado la terminología del trastorno bipolar, de manera que toda mi vida ha estado en cierto modo marcada por los estragos de su deriva permanente entre la euforia más desatada y la depresión más cruel y miserable.

No me considero una persona depresiva, pienso que estoy lejos de serlo, pero en cierto modo he heredado parte de ese comportamiento ciclotímico, en su modalidad más amable. Suelo pasar de las etapas de euforia a los momentos de gran esplín y melancolía. Cuando esto segundo ocurre, me vuelvo del todo abúlico, incluso antipático, pero sobre todo indiferente a cualquier tipo de inquietud creativa. Ahora atravieso por ese segundo estadio, de forma que, si me preguntaran hoy, diría que no pienso volver a escribir jamás. Que no sirve para nada, que estoy cansado de tirar botellas al mar y seguir con la misma sensación: nadie llega a abrir los mensajes.

Siempre salgo de ese hoyo del mismo modo: persiguiendo la sensación de extenuación, ejercitándome hasta el colmo del cansancio. Es en los momentos más críticos de cansancio donde mi espíritu me devuelve el espejismo de la euforia, y vuelvo a sentirme alegre. Por eso en estos días he renunciado del todo al alcohol y he reducido hasta lo anecdótico las grasas en la dieta. Me dedico a caminar todo lo que puedo, a trabajar en la oficina poniendo la máxima intensidad en mi actividad. No escribo nada, pero sí leo. Consumo compulsivamente: libros, películas, series de televisión, música. Todo con tal de alcanzar el cansancio, la sensación de derrengamiento satisfecho.

Tengo un gran proyecto literario en la cabeza, o al menos a mí me lo parece, pero será un trabajo largo e intenso. No sé si llegaré a ponerme en faena alguna vez, sólo de pensarlo siento pereza. De momento lo mantengo aparcado, a la espera de que el vagón encarrile otra vez la pendiente ascendente de esta puñetera montaña rusa. Entretanto, me animo con lo que viene. Moro está a la vuelta de la esquina, ya han colgado el texto de la contra en la web de la editorial. Tengo que ver Super 8. Seguir con Juego de Tronos, que no está mal como divertimento (que el guión sea de David Benioff, también productor ejecutivo, es un gran aliciente). Continuar con las memorias de Keith Richards, que están a la altura del personaje. Revisar toda la discografía de los Dictators y los Dead Boys, después de que el sorprendente libro Por favor mátame me haya puesto los dientes muy largos. Tengo que escribir sobre el último libro de Patxi Irurzun, con el que me he reído bastante, sobre Stoner, de John Williams, una joya inesperada. En fin, salir de este bache. Recuperar la fe en la escritura, volver a sentir que esto de juntar palabras, de construir historias, de decir, sirve realmente para algo.

Lo de siempre. Tocan días en blanco y negro, a la espera del arcoíris.