En su libro En defensa de la felicidad, Matthieu Ricard la define como "un estado adquirido de plenitud subyacente en cada instante de existencia que perdura a lo largo de las inevitables vicisitudes que la jalonan". Es lo que expresa el budismo mediante el término "sukha": un estado de bienestar que nace de una mente excepcionalmente sana y serena.
Quien experimenta el sukha no se siente destrozado por el fracaso ni embriagado por el éxito. Sabe vivir las experiencias en el contexto de una serenidad profunda y vasta, consciente de que son efímeras y de que no hay ningún motivo para aferrarse a ellas. Esto significa invulnerabilidad ante las circunstancias.
Frente a esta interpretación de la felicidad como un estado exclusivamente interior, en Occidente se la concibe como la satisfacción de todas nuestras inclinaciones, el estado de aquél a quien, en el transcurso de su existencia, todo le sucede según su deseo y su voluntad. Según Matthieu Ricard:
Aunque, idealmente, la satisfacción de todas nuestras inclinaciones fuera realizable, no conduciría a la felicidad, sino a la producción de nuevos deseos o, lo que viene a ser lo mismo, a la indiferencia, al hastío, incluso a la depresión. ¿Por qué a la depresión? [...] Si lo tengo todo para ser feliz y no lo soy, entonces la felicidad es imposible.
Si llevamos una vida en la que se alterna la esperanza y la duda, la excitación y el tedio, el deseo y la lasitud, es fácil dilapidarla poco a poco sin siquiera darnos cuenta, corriendo en todas direcciones para no llegar a ninguna parte. La felicidad es un estado de realización interior, no el cumplimiento de deseos ilimitados que apuntan hacia el exterior.
El Dalai Lama suele decir que si una persona que se instala en un piso de lujo, en la planta cien de un edificio completamente nuevo, no es feliz en el sentido de sukha, lo único que buscará será una ventana por la que tirarse. Mientras la insatisfacción y la frustración sean nuestra realidad cotidiana, repetirse hasta la saciedad que se es feliz no lleva a ninguna parte. Y, sin embargo, eso es lo que hacen miles de millones de personas en el planeta.
Para entender esta forma de pensar, hay que distinguir entre la felicidad y ciertos estados similares pero ilusorios.
La confusión más común se da con el concepto de "placer". El placer surge por estímulos agradables de orden sensorial, estético o intelectual. Su naturaleza es inestable y la sensación que produce tiende a volverse neutra o incluso desagradable a fuerza de repeticiones. Su eficacia se agota a medida que se recurre a él.
El estado de sukha nace, en cambio, del interior y no está ligado a la acción, sino a un profundo equilibrio emocional. No está centrado en sí mismo, sino que se proyecta hacia el exterior y contribuye de forma natural y espontánea a la armonía y bienestar de su entorno.
Subraya Ricard que los placeres no son enemigos de la felicidad ni exigen ser evitados. Sólo se convierten en obstáculos cuando quiebran la serenidad de la persona y devienen obsesión, ya sea por todo aquello que permite disfrutarlos ya sea aversión por lo que los contraría. "El placer se vuelve sospechoso desde el momento en que produce una necesidad insaciable de repetirlo".
Otro motivo de confusión es la alegría, que es una expresión física asociada a las emociones derivadas del placer: diversión, contento, excitación, alivio, maravilla, éxtasis, exultación, orgullo, gratitud, etc.
La felicidad, sukha, también se expresa en forma de alegría, pero serena e interior, que no se manifiesta de forma exagerada. Para que la alegría derive de la felicidad, debe estar asociada a los componentes de ésta: lucidez, bondad, falta de emociones negativas y cese de los caprichos del ego.
Sociedades hedonistas
Las sociedades irracionales gobernadas por el instinto, como la nuestra, asocian la felicidad con el placer. Cuando todos los placeres están al alcance de la mano, es común creer que el esfuerzo mental y las leyes de la naturaleza no tienen sentido.
Durante los buenos tiempos, la gente no necesita pensar, profundizar en el conocimiento interior, o en el conocimiento de los demás y de las fuerzas que operan en la vida. Sociedades "afortunadas" que pueden crecer sin entender el propósito del sufrimiento, ya que nunca lo han experimentado personalmente.
Tener una "mente positiva" equivale a salud y quienes buscan un análisis más profundo de la realidad son culpables de alterar el orden social establecido. La duda y el pensamiento crítico dejan de ser virtudes y se convierten en enemigos del bienestar general.
La búsqueda de un sentido a la vida, de la verdad de nuestra realidad, se torna incómoda porque revela factores poco prácticos. La eliminación inconsciente de aquellos datos considerados inadecuados comienza a ser algo habitual, una costumbre aceptada por sociedades enteras. El resultado es que la información sesgada conduce a conclusiones incorrectas, pero bien recibidas: se sustituyen las verdades incómodas por aquellas mentiras que resultan más confortables.
Las sociedades hedonistas promueven la escapatoria hacia la ignorancia o hacia doctrinas ingenuas y superficiales. La búsqueda de la felicidad no consiste en ver la vida de color rosa ni en taparse los ojos ante los sufrimientos y las imperfecciones del mundo. No admite un optimismo ingenuo basado en la ceguera voluntaria ante la realidad ni tampoco una euforia artificial destinada a compensar la adversidad.
Barbara Ehrenreich reflexiona sobre las nefastas consecuencias de estos planteamientos:
Ser positivos se hizo obligatorio. La sociedad llegó al punto posiblemente más infantil y egoista de la Historia, al negarse a aceptar que las cosas malas suceden. La atención prestada al comportamiento personal y la negación del resto de fuerzas que intervienen en la ecuación por la que se maneja este mundo hace que, paradójicamente, nuestra capacidad individual quede limitada para actuar, pues no acepta la realidad como una totalidad y se refugia en la fantasía que es ver sólo la parte positiva, al tiempo que, por ignorar los impulsos que se esconden tras los problemas a gran escala, pierde todo control y conocimiento para capearlos.
Esta actitud es, en palabras del filósofo Félix Duque, un mecanismo de compensación para que las masas logren sobrevivir en fantasías mediáticas y estímulos artificiales, en experiencias televisivas que borran de las conciencias todo sentimiento de vacío y reducen la idea de libertad a la elección de bienes de consumo.
En Postmodernidad y Apocalipsis, Duque define los ideales de nuestra época como "la tendencia mundial narcisista a equiparar la felicidad individual con la inmersión global en el universo mediático del consumo-espectáculo". Se caracteriza por:
- Culto a un presente absoluto en que el pasado es una parodia distorsionada al gusto de las masas consumistas. El futuro no existe y se recurre continuamente a lo retro, tanto en moda como en espectáculo.
- Narcisismo obsesivo por el que se prima el culto al cuerpo y sus placeres.
- Estetización de todas las formas de vida mediante el diseño y el merchandising publicitario. Se difuminan los límites entre arte y formas comerciales.
La ausencia de interioridad y, por tanto, la desvalorización de la consciencia, conforman la base sobre la que se consolida el verdadero eje del materialismo actual.
Según apunta José L. San Miguel de Pablos, de la U.P. Comillas, no se trata de afirmar tanto la fundamentalidad de la materia como de negar otra fundamentalidad, la de la consciencia. En una realidad materialista, la ética pierde sentido al carecer de referente ontológico: seres que carecen de vida interior no se pueden liberar ya que no hay nada que liberar.
Cuando llega la crisis
Esta forma que tiene nuestro mundo de entender la felicidad, explica Ricard, resulta muy cuestionable:
En realidad, su felicidad se mantiene de forma relativamente estable sólo porque las condiciones materiales de vida en los países desarrollados son, en general, excelentes. En cambio, es esencialmente frágil. Si una de esas condiciones falla de repente, a causa de la pérdida de un ser querido o del trabajo, por ejemplo, ese sentimiento de felicidad se derrumba.
Nuestros deseos son ilimitados, y nuestro control del mundo, restringido, temporal y casi siempre ilusorio. Cuando se produce el deterioro de las condiciones económicas, políticas y sociales, los objetivos para los que se nos ha enseñado a vivir se vuelven inalcanzables y, por tanto, la vida es una partida perdida.
Como escribe Alex Rovira en la introducción al libro Sonríe o muere, de Bárbara Ehrenreich, refiriéndose a la situación actual:
Más que una crisis económica es una crisis de conciencia. Hemos negado la realidad y nos ha estallado en las narices. Estamos en crisis por ambición, por narcisismo. Hemos comprado con dinero que no teníamos cosas que no necesitábamos para impresionar a quienes no conocíamos o no nos caían bien, en un delirio colectivo que no se podía sostener. Lo bueno de esta crisis es que nos lleve a tomar conciencia de quién nos gobierna en lo privado y en lo público, y a reinventarnos, desde la formación, la innovación. Ponernos a llorar no sirve de nada porque mamá Estado no nos va a llenar la mano. Es el momento de asumir riesgos porque si nos quedamos en un rincón la crisis se repetirá.
El consumismo ha sido la gran religión de los últimos ochenta años, otra forma de alienación en la historia de la humanidad que ha dado un giro de tuerca más a la resignación de los hombres. Si antes se sufría por castigo divino, ahora se sufre por incapacidad y selección natural.
Al no entender que se trata de factores estructurales y económicos que lo enajenan y, en cambio, aceptarlos como parte de una realidad incuestionable, el individuo piensa que se trata de un fracaso personal legítimo. Hemos asociado el sentido de la vida al propósito del capitalismo, y no vemos dignidad alguna en cualquier otra forma de existencia. Más allá del sistema, sólo atisbamos pobreza, desempleo y violencia.
La impotencia embarga a quienes tienen que afrontar la escasez económica en un sistema que promueve el consumo deshumanizado como valor fundamental para la existencia. Se entra en lo que Viktor Frankl llama " neurosis de desocupación ": la amargura y el enfado por no poder contribuir al sostenimiento familiar lleva a la angustia y a un muy elevado grado de apatía. El tiempo pierde valor por no tener el individuo un sentimiento de emplearlo con sentido, pues el único sentido ha sido hasta ahora el retributivo.
El tiempo para el desarrollo personal es un lujo y cualquier tarea que no está involucrada con un plan de acumulación es una pérdida y una vergüenza personal. La errónea identificación del individuo con el trabajo es la que origina la apatía psíquica. Ha asumido su función de pieza en el engranaje que sirve al sistema, y cuando deja de ser necesario su vida es innecesaria.
Esta idea es la que subyace a los lemas del tipo "no hay futuro". Cuando el sistema comienza a mostrar sus grietas, no vemos alternativas dignas fuera de él. Hemos sido adoctrinados para considerar que nuestra vida sólo tiene sentido en cuanto que profesionales retribuidos por la máquina que nos dirige.
La pérdida de esperanzas no es tanto el fracaso de un sistema como la incapacidad personal de encontrar alternativas al mismo, puesto que hace tiempo que renunciamos a la individualidad como modo de vida, siempre dejándonos llevar cómodamente por el rebaño.
El budismo se refiere a este sufrimiento como "dukha", un malestar que puede llegar a provocar aversión a la vida, la idea de que no vale la pena vivir porque nos resulta imposible encontrarle un sentido a la existencia.
Sufrimiento
El error que cometemos, según el budismo, es aferrarnos a nuestro propio punto de vista sobre la felicidad y esperar, incluso exigir, que "nuestro mundo" prevalezca sobre la mismísima realidad. En nuestra sociedad hedonista, y por tanto infantilizada, se ha ignorado tanto la realidad y se vive una inmersión tan absoluta en la fantasía que no se concibe que una vida pueda ser compatible con el sufrimiento.
En Occidente es común considerar el sufrimiento una anomalía, una injusticia o un fracaso. En Oriente se toma con menos dramatismo y se afronta con más valor y tolerancia. En la sociedad tibetana no es raro ver a gente bromear junto a la cabecera de un difunto, cosa que en Occidente chocaría. No es una muestra de falta de afecto, sino de comprensión de la ineluctabilidad de tales adversidades, así como de la certeza de que existe un remedio interior para el tormento, para la angustia de quedarse solo. Para un occidental, mucho más individualista, todo lo que perturba, amenaza y finalmente destruye al individuo es percibido como un drama absoluto, pues el individuo constituye un mundo por sí solo. En Oriente, donde prevalece una visión más holística del mundo y donde se concede más importancia a las relaciones entre todos los seres y a la creencia en un continuo de conciencia que renace, la muerte no es una aniquilación sino un paso.
Esta aceptación se entiende si se concibe un remedio posible. Una sociedad materialista no tiene los recursos para ello, pues se le ha extirpado el componente ontológico necesario: la esencia espiritual de todo ser. Sin el reconocimiento de este aspecto de interioridad, no existe solución. Y sin solución, sólo cabe ignorar y refugiarse en las evasiones.
Los budistas entienden que el sufrimiento forma parte inherente del proceso vital. No hay que confundir esa actitud con la aceptación resignada, que equivale a renunciar a la posibilidad de transformación interior que evita que el sufrimiento se convierta sistemáticamente en desgracia.
El hecho de que obstáculos como la enfermedad, la enemistad, la traición, la crítica o los reveses dejen de desbordarnos no significa en absoluto que los acontecimientos no nos afecten ni que los hayamos eliminado para siempre, sino que ya no dificultan nuestro avance hacia la libertad interior. A fin de que el sufrimiento no nos abrume y de utilizarlo lo mejor posible como un catalizador, es importante no permitir que la ansiedad y el desánimo nos invadan la mente.
[...] Desde el punto de vista neurológico, sabemos que la reacción emocional al dolor varía de forma importante de un individuo a otro y que una parte considerable de la sensación dolorosa se halla asociada al deseo ansioso de suprimirla. Si dejamos que esa ansiedad invada nuestra mente, el más benigno de los dolores se vuelve enseguida insoportable. Es decir, que nuestra apreciación del dolor depende también de la mente, la cual reacciona ante el dolor mediante el miedo, la rebeldía, el desánimo, la incomprensión o el sentimiento de impotencia, de suerte que, en lugar de padecer un solo tormento, los acumulamos.
Para éste, el pesimismo no está legitimado desde el momento en que existen unas causas para el sufrimiento sobre las cuales, una vez identificadas, es posible actuar. "Tan sólo engañándonos acerca de la naturaleza de dichas causas llegamos a dudar de la posibilidad de una curación".
Dice el Dalai Lama que si la desgracia tuviera unas causas inmutables, en ningún caso podríamos librarnos de ella. Sería preferible "no infligirse tormentos suplementarios dando vueltas y más vueltas a nuestros sufrimientos. ¡Mejor pensar en otra cosa, irse a la playa y beber una buena cerveza!"
Y eso es lo que hacemos en Occidente, distraer la mente para escapar de la angustia cuanto más tiempo sea posible.
Para entender otras alternativas, hay que distinguir entre sufrimiento y desdicha. El primero depende de causas externas ajenas a la voluntad, como vivir una guerra o ser víctima de una minusvalía importante, pero la desdicha se crea en la mente. Es la forma en que vivimos esos sufrimientos. Por tanto, no depende de ellos y puede ser controlada frente a un sufrimiento irremediable.
De la misma forma que es posible experimentar desdicha en circunstancias externas favorables, también lo es lo contrario. Esto es, se puede sufrir física o mentalmente sin perder el estado de plenitud o sukha que reposa sobre la paz interior y el altruismo:
Se trata de dos niveles de experiencia que podemos comparar respectivamente con las olas y las profundidades del mar. En la superficie, una tormenta causa estragos, pero en las profundidades continúa reinando la calma. El sabio permanece siempre unido a las profundidades. En el extremo opuesto, el que sólo vive las experiencias de la superficie y hace caso omiso de las profundidades de la paz interior, se encuentra perdido cuando las olas del sufrimiento lo zarandean.
[...] ¿Cuántas veces he visto llorar al Dalai Lama pensando en los sufrimientos de personas a las que acaba de ver? La diferencia entre el sabio y el ser corriente es que el primero puede manifestarle un amor incondicional al que sufre y hacer todo lo que está en su mano para atenuar el dolor, sin que su propia visión de la existencia se tambalee. Lo esencial es estar disponible para los demás, sin por ello caer en la desesperación cuando los acontecimientos naturales de la vida y de la muerte siguen su curso".
Según parece, se puede ser feliz y al mismo tiempo estar enfermo, o incluso a punto de morir. Y, "aunque cueste creerlo", se puede ser a la vez pobre, feo y feliz.
Qué hacer con las emociones
Siguiendo a Ricard, para extirpar el sufrimiento es necesario analizarlo con honestidad y comprender qué pensamientos, palabras y actos lo engendran y cuáles contribuyen a estar mejor. Por mucho que puedan influir las condiciones externas, el malestar, al igual que el bienestar, es esencialmente un estado interior.
Desde esta perspectiva, las escuelas de Oriente ven el sufrimiento como una extraordinaria enseñanza, capaz de hacernos tomar conciencia del carácter superficial de muchas de nuestras preocupaciones habituales, del paso irreversible del tiempo, de nuestra propia fragilidad y sobre todo de lo que cuenta realmente en lo más profundo de nosotros.
La felicidad no sólo no es un estado de exaltación que hay que perpetuar a toda costa, sino que también implica la eliminación de toxinas mentales como el odio y la obsesión, que envenenan literalmente la mente. Para ello, es preciso aprender a conocer mejor como funciona ésta y a tener una percepción más cabal de la realidad.
Según dice Ricard, estamos acostumbrados desde hace tanto tiempo a nuestros defectos que nos cuesta imaginar lo que sería la vida sin ellos. El horizonte del cambio nos produce vértigo.
Innumerables recetas de la felicidad afirman que hay que saber aceptar tanto los defectos como las cualidades propios. Según esta visión, si dejáramos de rebelarnos contra nuestras limitaciones e hiciéramos las paces con nosotros mismos, podríamos resolver la mayoría de los conflictos interiores y abordar todos los días de la vida con confianza y tranquilidad. Dejar que se expresara nuestra naturaleza constituiría nuestra mejor guía; refrenarla no haría sino agravar nuestros problemas. [...] Pero ¿no se reduce eso a poner un bonito envoltorio en los hábitos? Aunque admitamos que expresarse dando libre curso a las pulsiones naturales permite una relajación pasajera de las tensiones interiores, eso no impide ser menos prisionero del conjunto poco lúcido de las propias tendencias. Esta actitud laxa no resuelve ningún problema de fondo, pues, siendo comúnmente uno mismo, no se deja de ser común.
La emoción condiciona la perspectiva que la mente adopta sobre la realidad y, por tanto, determina el comportamiento del individuo. El trabajo del budista consiste en identificar de inmediato los pensamientos que surgen para desmontar aquellos que alteran el sukha antes de que se afiancen con mayor fuerza y su presión sea mayor. Así se puede transformar de forma gradual la manera de ser.
Este es el mismo trabajo que hace el psicoanálisis, sólo que éste, en lugar de atender al instante, se centra en revivir el pasado para detectar emociones y pensamientos ya consolidados.
El concepto de emoción negativa no se debe asociar, en este contexto, a experiencias desagradables o de rechazo, sino que también puede incluir la atracción y el deseo obsesivo. El aspecto negativo es el que limita la serenidad y la lucidez del estado de sukha.
El tratamiento de las emociones es la forma de liberarse del sufrimiento. Se parte del principio de que existen determinados acontecimientos mentales que son perturbadores con independencia del grado y del contexto en que sobrevengan. Existen, así, cinco grandes venenos para la mente: el deseo, el odio, la confusión, el orgullo y los celos. De estos cinco derivan unos sesenta estados negativos.
Controlar la mente consiste en no dejar que las emociones se expresen indiscriminadamente.No se trata de reprimirlas, pues resurgirían con más fuerza, sino en permitir que se formen y se desvanezcan sin dejar marca. Continuarán surgiendo, pero ya no se acumularán y perderán gradualmente su poder para esclavizar al individuo.
Podría pensarse que las emociones conflictivas -la cólera, los celos, la avidez - son aceptables porque son naturales y que no es necesario intervenir. Pero la enfermedad es también un fenómeno natural y no por ello sería menos aberrante resignarse a aceptarla como un ingrediente deseable de la existencia. [...] A primera vista, el paralelismo puede parecer exagerado. Pero, si nos fijamos mejor, no queda más remedio que constatar que dista mucho de carecer de fundamento, pues la mayoría de los trastornos interiores nacen de un conjunto de emociones perturbadoras.
[...]Los estudios psicológicos llegan a unas conclusiones opuestas a la idea preconcebida de que dando libre curso a las emociones hacemos que disminuya temporalmente la tensión acumulada. En realidad, desde el punto de vista psicológico, lo que ocurre es todo lo contrario.
Dejando sistemáticamente que las emociones negativas se expresen, contraemos hábitos de los que volveremos a ser víctimas en cuanto su carga emocional haya alcanzado el umbral crítico. Por añadidura, dicho umbral descenderá cada vez más y montaremos en cólera cada vez con más facilidad.
Al mismo tiempo, las personas capaces de controlar sus emociones, son las que manifiestan un carácter altruista cuando se enfrentan al sufrimiento de los demás. En cambio, "a la mayoría de las personas hiperemotivas les preocupa más su angustia ante la visión de los sufrimientos de los que son testigos que la forma en que podrían ponerles remedio.
Como se puede observar, el planteamiento es contrario a la tendencia que impera en Occidente, donde muchas terapias suelen motivar a la expresión descontrolada de las emociones, confundiendo la necesidad del flujo libre y consciente de estas con un desmadre cuyo único resultado es un desahogo físico que, en cuanto que agotador, resulta reconfortante y relajante, pero que dura lo que dura el cansancio. Después, la capacidad del individuo para soportar emociones negativas habrá disminuido.
Falta de aptitud
En 1928, el libro Propaganda, de Edward Bernays, establecía los principios que regirían al mundo "desarrollado" durante las décadas posteriores. Se reconocía que, para garantizar la calma de un sistema, se necesitaba una masa social irracional e instintiva cuyo propósito de vida se limitara a la lucha por la satisfacción del deseo, y no por metas superiores que pudieran atentar contra la democracia establecida.
Tal ha sido el objetivo perseguido por la ciencia del marketing durante décadas: convencer a la gente de que la felicidad es directamente proporcional a la posesión y materialización de deseos.
Todo deseo, al contrario de lo que se suele pensar, va precedido de una imagen mental. Esas imágenes no son propias, sino adoptadas del mundo en que se desarrolla nuestra existencia. Imágenes proyectadas desde el exterior para condicionar la actitud interior.
Según Aaron Beck, uno de los fundadores de la terapia cognitiva, las emociones siempre son engendradas por la cognición y no al contrario. Pensar en una persona atractiva hace nacer el deseo. Pensar en un peligro produce miedo, pensar en una pérdida causa tristeza y pensar que un límite ha sido traspasado desencadena cólera.
[...] desde el momento en que las imágenes mentales vinculadas a un deseo empiezan a proliferar en la mente, o bien satisfacemos ese deseo, o bien lo reprimimos. En el primer caso hay abandono del dominio de uno mismo; en el segundo se desencadena un conflicto.
[...] cuanta más agua salada bebemos, más sed tenemos. El reforzamiento repetido de las imágenes mentales conduce al hábito y a la dependencia, tanto mental como física. Llegados a este punto, la experiencia del deseo se siente más como una servidumbre que como una satisfacción. Hemos perdido la libertad.
El deseo es parte de la esencia del ser humano, tal y como reconoce, por ejemplo, la Kabbalah. Es por ello que la supresión de tal fuerza es imposible. Al igual que el budismo, tanto el esoterismo de corte judío como cualquier otra gnosis no dejan de ser, en el fondo, diferentes vías con herramientas para reconducir la corriente de pensamientos y emociones hacia fines más elevados que favorezcan las mejores cualidades humanas.
Dirigir esta corriente es ser dueño de la propia vida. Dejarse llevar por ella, a la manera occidental, es someterse a la voluntad animal y, por tanto, colectiva, carente de individualidad. Nuestras reacciones se vuelven predecibles y controlables por quienes entienden el funcionamiento de la mente y saben proyectar las imágenes precisas que despertarán los deseos que alguien necesita que tengamos en el momento adecuado.
De hecho, según una concepción extendida en Occidente, ser libre equivale a poder hacer todo lo que se nos ocurre y a traducir en actos nuestros más mínimos caprichos. Una extraña concepción, puesto que de este modo nos convertimos en juguete de los pensamientos que agitan nuestra mente, al igual que en la cima de una montaña los vientos inclinan las hierbas en todas direcciones.
A pesar de todo, la seguridad de ser libres pensadores es general entre los ciudadanos de esta civilización. Por tanto, el concepto occidental de felicidad se considera legitimo como proyecto vital personal, sin reflexionar sobre su carácter de proyecto social establecido con fines ajenos a la verdadera felicidad del individuo. Más bien al contrario.
Pero tales no son sino pensamientos viciados cuando el paradigma que rige nuestras vidas se basa en la ausencia de interioridad, como ha quedado dicho al principio de este artículo. A falta de un ser trascendente al que liberar, sólo queda un animal al que alimentar y satisfacer. En una de las conferencias del Dalai Lama recogidas en el libro Paz interior, dice:
El sufrimiento es como una enfermedad. Las enfermedades no son deseadas, pero para hacer el esfuerzo de aliviarse es necesario reconocer primero que estás enfermo. Si crees que la enfermedad es un estado de felicidad, no tendrás ningún deseo de quedar libre de ella; así pues, primero debes reconocer la enfermedad.
Cuando la hayas identificado, dado que no deseas ese sufrimiento, indagarás con el fin de determinar cuál es la causa real de tu enfermedad. Esta es la razón por la que los orígenes verdaderos del sufrimiento son la segunda de las cuatro verdades. A pesar de que cuando has identificado el sufrimiento has generado la actitud de desear liberarte de él, en ese momento todavía no has determinado su raíz, sus causas; por lo tanto no puedes tener confianza en que vas a sanar. No obstante, una vez hayas descubierto la verdadera causa de la enfermedad, te sentirás seguro: "Ahora puedo curarme". Así llegamos a las cesaciones verdaderas, la tercera verdad noble, ya que, después de identificar la causa principal del sufrimiento, puedes pensar con confianza: "Ahora soy capaz de alcanzar la cesación, la curación de la enfermedad".
Cuando sabes que la vida en la existencia cíclica tiene un componente esencial de sufrimiento, y conoces sus causa y la existencia de una cesación del sufrimiento, desarrollas el deseo de investigar el camino que te lleva fuera de éste, así como del deseo de entrar en tal camino. Cuando ves que una enfermedad puede ser curada, buscas la medicina para ello y, si además es necesario operarte, estás dispuesto a soportar esas penalidades temporales con el fin de conseguir la felicidad que es resultado. Para obtener un mejor o mayor beneficio, sacrificas uno menor. Esta es nuestra naturaleza, una ley natural.
Lo más difícil de todo esto es, sin duda alguna, reconocer que existe la enfermedad.