A medida que se acercan las elecciones parece que el país se ha convertido en un enorme mercadillo [enorme subasta retransmitida en directo y con dos compradores mayoritarios] donde todo estuviera de ofertas. En fin, que las rebajas de enero parecen haberse adelantado a la arena política con una frivolidad capaz de dejar frío a cualquiera que tenga unos segundos para reflexionar sobre cómo se están mediatizando y mercantilizando unas elecciones donde está en juego, en cada ocasión, nada menos que la soberanía nacional.
Aunque, por otro lado, no podemos sorprendernos con lo que no es sino un reflejo de la sociedad de consumo en la que vivimos, donde es el capital quien estableces las reglas del juego. En las economías de “libre mercado” el estado, según plantean los teóricos, debe permanecer al margen y no intervenir para no estropear el tinglado; a lo sumo, ejercer de agente regulador y aportar dinero cuando haga falta.
Así las cosas, nos encontramos con que es el ciudadano, entendido como consumidor, quien soporta la enorme presión que las empresas mercantiles (sean del tamaño, carácter o forma jurídica que sean), ejercen para que se gaste, se compre, se hipoteque, se empeñe y, en fin, se consuma. Y el estado, mientras tanto, se inhibe, apegándose al papel que se le ha asignado. Tan bien lo está haciendo que se está olvidando de defender a los consumidores y controlar a los vendedores. ¿Qué partido político lleva en su programa electoral, reciente o pasado, algo relativo a la defensa de los consumidores? De hecho, si siquiera existe una conciencia social sobre este problema. El acoso al que el capitalismo salvaje somete al consumidor no parece preocupar a partidos políticos ni a las administraciones públicas. Sin embargo, no por ello deja de ser menos acoso. Si se legisla sobre el acoso sexual, y se sensibiliza sobre él, y sobre la violencia doméstica, y sobre el acoso en el trabajo y sobre el bulling, por poner unos ejemplos, yo me pregunto ¿por qué no se hace nada, o casi nada respecto a este aspecto?
Si se penaliza al que roba un vehículo, al que atraca un establecimiento, al que no paga una multa, al que no declara lo que tiene, y un largo etcétera, especialmente cuando son ciudadanos de a pie, ¿por qué no se penaliza al que engaña al consumidor de obra o intención?
De obra, cuando nos venden un producto que no nos gusta, que está estropeado, que queremos cambiar, que está en garantía… Si no, que cada cual vea su propio caso y tire la primera piedra piedra el que esté libre de todo engaño. Por proponer un par de preguntas: ¿a quién no le han vendido una mercancía defectuosa de la que después nadie se ha hecho cargo?, ¿a quién no le han puesto obstáculos, y ha tenido que hacer un gasto o un esfuerzo estra, para darse de baja en un servicio que ya no quería?
De intención, porque nos incitan continuamente a consumir mediante publicidad engañosa o manifiestamente falsa. ¿Y quién controla y sanciona eso? ¿No es justo y necesario que el estado que financiamos y elegimos entre todos nos proteja ante el acoso y el engaño de la publicidad? ¿No se debería sancionar con la misma fuerza a quien nos asegura que su automóvil es el número uno mundial sin que eso sea cierto? ¿O a quien nos ofrece dinero sin preguntas, o a quien nos ofrece unos servicios que después no se realizan, que nunca se han realizado? ¿Al que nos promete, probado ante notario, felicidad, seguridad, salud, calidad de vida ..? Y, sin embargo, en este frente estamos los ciudadanos más expuesto que en ningún otro, más indefensos, más desvalidos.
Será que antes se topaba uno con la Iglesia, o ese es el dicho, pero ahora que los tiempos están cambiando se topa uno con el Capital.
Alguien debería romper esta “ley del silencio”, plantear abiertamente y sin complejos el tema y luchar por la defensa de los derechos de los consumidores y las obligaciones de los vendedores.