Por si acaso me subo al paciente para hacerle una fibroscopia. La anatomía laríngea es normal, el resto del enfermo no tanto. Me lo traen en cama, no se le puede sentar en una silla. Está ingresado a consecuencia de un botellazo en la cabeza tras una pelea. Hizo un edema cerebral de tal calibre que le tuvieron que retirar el hueso de la calota para descomprimirlo. Ahora tiene media cabeza hundida y las secuelas neurológicas son severas. Apenas se mueve y no puede hablar.
Retiro la cánula. No es un traqueostoma quirúrgico sino uno percutáneo. No comulgo con esa técnica de meter tubos a ciegas para dilatar el trayecto. La regla de oro de toda cirugía es ver. Sólo si se ve se pueden reconocer las estructuras, disecar los planos, ligar los vasos. La traquea no está a flor de piel, entre ambas está la musculatura prelaríngea y la glándula más vascularizada del cuerpo, la tiroidea. Esas estructuras son el motivo por el que, cuando hay que correr, no se entre en la tráquea sino en la membrana cricotiroidea, que sí está casi a flor de piel. Sin embargo esa vía sirve sólo para unas prisas porque el orificio no se puede quedar ahí más que unas horas porque, en esa zona los tejidos son muy delicados y granulan rápidamente, la vía aérea se estenosa y no es posible decanular luego al enfermo.
A pesar de mi disconformidad con la técnica, quito la cánula y pongo un vendaje cruzado para aproximar los bordes del orificio y que se cierre. Aviso al ascensor y bajo con el enfermo para explicarles a las enfermeras los cuidados y cómo realizar las curas.
Sólo hemos de recorrer dos pisos pero ese trayecto basta para que el enfermo empiece a mostrar síntomas de asfixia. Se ahoga. No hay medios pero tampoco tiempo. De un tirón despego la cura. Los tejidos dilatados se han retraído y el orificio se ha cerrado. Por completo. No sólo eso sino que además parece que la tráquea se hubiese colapsado. Lo evidente es que el aire no entra. Tengo que reabrirlo.
No llevo una cánula en el bolsillo pero mi llavero me servirá. Cuando empecé la residencia, mi R mayor me recomendó hacerme con un fiador de una cánula de plata para llevarla en el llavero del hospital. Le hice caso. En esos momentos, no pude agradecerle más el consejo. La herida aún estaba tierna. Clavé en la piel la punta del fiador y lo empujé con todas mis ganas hasta que los tejidos cedieron y mi singular llavero se introdujo en la tráquea. El paciente tosió, a su tráquea no le gusto mi maniobra. Mantuve sujeto el tubo para evitar que lo expulsase mientras llegábamos la planta. No me entretuve en explicaciones. Desde el pasillo, lo primero que pedí fue una cánula ¡muy urgente!