En el corazón del corazón del país de William H. Gass (Fargo, Estados Unidos, 1924 – University City, 2017) está formado por cinco narraciones de diversa extensión: El chico de los Pederson tiene 94 páginas, La señora Ruin 48, Carámbanos 52, El orden de los insectos 12 y En el corazón del corazón del país 44. Es decir, por extensión El orden de los insectos es estrictamente un relato, El chico de los Pederson una novela corta, y las otras tres narraciones son relatos largos (o novelas muy cortas).
Pese a que, como ya he dicho, El chico de los Pederson es una novela corta y no un relato, estaba incluido en el libro Antología del cuento norteamericano de Richard Ford, y por tanto esta primera narración ya la había leído en 2011. Recuerdo que, entonces, al leer esta magnífica antología, plagada de relatos maravillosos, el de Gass fue uno de los textos que más me desconcertó. Frente a un gran número de cuentos nítidos y redondos, éste acababa borrando su trama ante los ojos del lector, que acababa la narración extrañado, pensando que se había perdido algo. Sin embargo, después me encontré con la primera edición en español de En el corazón del corazón del país en la cuesta de Moyano y tuve tentaciones de comprarlo. Este libro lo publicó Alfaguara en 1985, en aquella mítica colección de libros con portadas grises y moradas. Lo hojeé, lo sopesé y al final lo dejé pasar. Ya he hablado muchas veces de mis luchas internas en las librerías de segunda mano entre comprar y no comprar, acumular o dejar volar… Algunos años después volví a sentir la tentación de hacerme con este libro cuando vi que una nueva y atractiva editorial lo volvía a poner en circulación, abriendo su catálogo con él en 2016. Se trataba de La Navaja Suiza y lo traducía la escritora Rebeca García Nieto, a la que conocía por habérmela cruzado más de un vez en el virtual mundo literario de internet. Podía haber escrito entonces, hace dos años, a la editorial o a Rebeca y pedirles el libro para reseñarlo, intuyo que me lo hubieran mandado. Pero lo volví a dejar pasar. En ocasiones, consigo ser fuerte.
Sin embargo, en septiembre de 2017 Elsa Vega, representante de prensa de editoriales, contactó conmigo para preguntarme si me apetecía presentar un libro de La Navaja Suiza en Madrid. Se tratada de Asesinato de la francesa Danielle Collobert. Le dije que sí sin conocer nada del libro, me apetecía apoyar al nuevo proyecto editorial de La Navaja Suiza. El día de la presentación en la librería Cervantes, pude conocer a los editores, Bárbara Pérez de Espinosa, Pedro Garrido y Agustín Márquez. Me acabaron prometiendo el envío de En el corazón del corazón del país por si algún día me apetecía acercarme a él (yo les comenté mi agobio con la recepción de libros para reseñar).
Unos meses después de aquella presentación de Asesinato, consideré que me apetecía leer a un autor norteamericano entre las novelas de Manuel Puig, con la que andaba por entonces, y me decidí por William H. Gass.
Así volví a acercarme, siete años después, a las páginas de El chico de Pedersen. No he abierto la traducción de esta novela breve que estaba en la antología de Ford para comparar las traducciones, pero desde luego el trabajo de García Nieto me parece impecable. Así como el trabajo de edición. Resulta raro encontrarse con un libro sin ninguna errata. El chico de Pedersen comienza con Big Hans –trabajador en la granja de la familia Segren– entrando en la cocina de la casa con el chico de Pedersen casi congelado. Acaba de encontrar al hijo de los vecinos en el «pesebre» de la granja. García Nieto, en su comentario final nos habla de esta palabra, «pesebre», y sus dudas sobre ella. Es una palabra que connota de forma religiosa al texto, lo que posiblemente fuera una de las intenciones de Gass. El narrador de esta novela corta es el hijo adolescente de los Segren. Enseguida nos introduce en un mundo cerrado y violento. Un mundo en el que el padre es un borracho maltratador, que esconde botellas de whisky por la casa, la madre es una mujer abnegada y Big Hans es un joven trabajador con el que tiene continuos conflictos. Nadie está seguro de que el chico de Pedersen vaya a sobrevivir, ni saben cómo o por qué ha llegado a su casa en medio de una peligrosa tormenta de nieve. Big Hans le escucha delirar sobre un hombre de guantes amarillos que irrumpió en su casa, y los Segren imaginan que, tal vez, un secuestrador invadió la casa de los vecinos y el chico consiguió huir. El padre, Big Hans y nuestro narrador deciden ir en trineo a la casa de los Pedersen para averiguar qué ha pasado. Si hasta ahora la historia resultada bastante particular, debido a la extraña voz del narrador adolecente, que el lector entiende como la de una persona perturbada (muy del gusto de las novelas sureñas de William Faulkner), llega un momento en el que Gass opta directamente por la ambigüedad narrativa y decide desdibujar las escenas que crea. De este modo, el lector tiene la sensación de que la trama de la historia se ha perdido en medio de la ventisca de nieve. Hay algo desconcertante y misterio en esto, algo que al menos a mí me seguía dando vueltas en la cabeza durante los siguientes días, a pesar de haber pasado hacia atrás las páginas del libro y buceado en el texto para tratar de descubrir si me había perdido algo. La sensación es rara, por un lado las imágenes de la nieve que dibuja Gass son impresionantes, pero por el otro siento algo de frustración por no haber conseguido apresar del todo el misterio de la historia. El chico de los Pedersen me ha recordado a los cuentos de George Saunders, al que creo que se podría considerar un discípulo de Gass.
La señora Ruin es la segunda narración y el entorno es más urbano que el de El chico de Pedersen. El narrador es un hombre que se ha mudado a un pueblo del Medio Oeste Americano (el corazón del país) y desde el porche de su casa observa a los vecinos. «A veces fantaseo con la idea de ser dueño del destino de los otros», leemos en la página 144. He leído La señora Ruin en clave de relato de terror. En algún momento tenía la sensación de que la señora Ruin, que persigue a sus hijos y los golpea, es una bruja o un ser sobrenatural y que el narrador se siente cada vez más fascinado por lo que ocurre en el interior de su casa, que no puede ver. Sentía en La señora Ruin la presencia de los narradores arcanos de H. P. Lovecraft, o tal vez de los más sutiles y ambiguos de Henry James. «Desde que era muy joven no había vuelto a sentir la extrañeza de los sitios ocupados por otros.», leemos en la página 153, cuando nuestro voyeur se siente ya tentado de traspasar los límites del mirón y adentrarse en las casas ajenas. Según críticas que he leído en internet, este relato se puede relacionar con los de los suburbios de John Cheever, pero, como decía, yo lo he leído más en clave de terror. Tal vez se acerca esa época del año (estoy escribiendo esta reseña en mayo), cuando el curso académico está finalizando, como ya he contado muchas veces, en la que me apetece leer relatos de terror.
El protagonista de Carámbanos (narrado en tercera persona) es un hombre solitario que trabaja vendiendo casas durante un invierno en el que nadie parece querer comprar una, entre otras cosas porque, posiblemente, él no sea un buen vendedor. De nuevo, regresamos a los escenarios helados de la primera narración. Fender, el protagonista, es un ser solitario y un tanto patético, y el lector sentirá como su mente se va perturbando según avanza la narración. El mundo de las posesiones materiales (las viviendas) irá haciendo mella en él, que acabará considerando que lo más bello que posee son los carámbanos que penden de sus ventanas. «La belleza de los carámbanos era una muestra de la belleza de su propietario, pensó Fender.» (pág. 198).
Si Carámbanos es una narración bella y triste, lo mismo podríamos decir de El orden de los insectos. En este cuento un ama de casa encuentra belleza y fascinación en los caparazones de insectos muertos que cada mañana se encuentra sobre la alfombra del salón de su casa. «Lo cierto es que no podíamos quejarnos de la casa después de todo lo que habíamos pasado en la anterior.», así comienza El orden los insectos y es posible que en este comienzo esté contenido el significante último de las cuatro primeras narraciones de este libro. Parece que Gass quiere mostrarnos la locura, la soledad y la tristeza del interior de las casas del Medio Oeste (o de cualquier parte, en realidad). En el primer relato, los protagonistas del cuento habitan en una la granja cuyo interior es un caos violento de relaciones humanas. Sin embargo, deciden arriesgar su vida para conseguir averiguar si se ha roto la paz en la casa del vecino, algo que ni ellos ni el lector conseguirán averiguar. En el segundo cuento, un voyeur observa a sus vecinos en el jardín de sus casas, deseando penetrar en ellas y averiguar sus secretos. En la tercera y cuarta narración, de intenciones muy similares, el voyeur que es el lector al fin consigue meterse en dos de estas casas del Medio Oeste y vislumbrar la belleza dolorosa de su locura y su tristeza.
La quinta narración, la que da título al libro, es algo diferente a las anteriores, ya que en ella parece que dejamos lo particular del interior siniestro de los hogares para tener una visión más panorámica de un pueblo del Medio Oeste, en concreto del estado de Indiana, al que se ha mudado un poeta, que trabajaba como profesor, y que parece dolido por la pérdida de un gran amor. En realidad, esta última narración más que un cuento o novela corta se lee como si se tratase de un poemario formado por poemas en prosa. Incluso los textos, en los que el narrador se fija en diferentes aspectos de la pequeña comunidad que habita, están titulados, dando a la narración una mayor sensación de poemario. Al menos yo, lo he leído así: como si se tratase de un poemario que quisiera mostrar cómo es la vida en una pequeña comunidad del Medio Oeste Americano, en la que viven personas austeras y azotadas por un clima extremo. Si bien los cinco relatos están escritos de forma muy bella, la prosa de Gass brilla especialmente en esta última narración.
Como conclusión, podría apuntar que casi siempre considero que la narrativa norteamericana, sobre todo la breve, es de factura clara y de imágenes y escenas nítidas, pero que, tras su aparente sencillez, sus mejores escritores saben extraer verdades hondas de la vida. Un escritor como William H. Gass rompe con esta idea, porque frente a la nitidez de otros, él tiende a desdibujar las escenas creadas y a cargarlas de ambigüedad, una ambigüedad que ha llegado a desconcertarme en algún momento, aunque en otros también me ha emocionado y me ha hecho disfrutar mucho. La prosa de Gass, en cualquier caso, es muy bella, y diría que más que alma de narrador tiene alma de poeta. Por ahora le leído dos de los cinco libros que ha editado La Navaja Suiza y creo que su apuesta se caracteriza por elegir una literatura de calidad y exigente con el lector. Espero que le vaya muy bien a La Navaja Suiza, necesitamos muchas apuestas como ésta.