El 9 de mayo, “Día de Europa”, celebramos el 63 aniversario de la Declaración de Robert Schuman, Ministro francés de Asuntos Exteriores en 1950 (*). Fue hecha tan solo cinco años después de la II Guerra Mundial, cuyas atrocidades todavía estaban muy vivas en las mentes y en los corazones de la gente. Ese día de mayo Robert Schuman propuso la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), de la que en sus principios formaron parte Francia, Alemania Occidental, Italia, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo (Antes, en 1944, ya se había constituido la BENELUX, la asociación entre los tres últimos países inmediatamente después de que fueron liberados de la ocupación alemana). En la CECA estos países iban a poner en común su producción de carbón y de acero. “La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”, decía Robert Schuman. Fue un acierto.
Es bueno recordar hoy los primeros párrafos de la Declaración de Robert Schuman:
La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan.
La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. Francia, defensora desde hace más de veinte años de una Europa unida, ha tenido siempre como objetivo esencial servir a la paz. Europa no se construyó y hubo la guerra.
Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania.
Con este fin, el Gobierno francés propone actuar de inmediato sobre un punto limitado, pero decisivo.
El Gobierno francés propone que se someta el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y de acero a una Alta Autoridad común, en una organización abierta a los demás países de Europa.
La puesta en común de las producciones de carbón y de acero garantizará inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea, y cambiará el destino de esas regiones, que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas.
La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible. La creación de esa potente unidad de producción, abierta a todos los países que deseen participar en ella, proporcionará a todos los países a los que agrupe los elementos fundamentales de la producción industrial en las mismas condiciones y sentará los cimientos reales de su unificación económica.
La solidaridad que inspiró la creación y el desarrollo de la Unión Europea es también hoy muy necesaria.
(*) Daba la casualidad que 1950 era también un “Año Santo”, bajo el papado de Pio XII. Sigo recordando el viaje inolvidable que hicimos a Roma, los scouts de Bélgica, en un tren especial desde Bruselas para reunirnos en Roma con scouts de todo el mundo. Yo tenía entonces 15 años. Tenía 10 cuando terminó la guerra. Mis padres no eran muy aficionados a exhibir banderas, pero ese día colgamos la bandera belga en la fachada de nuestra casa, todos los ciudadanos la exhibían. No era entonces ningún símbolo político. Era la expresión de la libertad después de la opresión.